23.08.17

Trump: cul-de-sac

Compartir:
Tamaño de texto

La respuesta de la sociedad estadounidense a Trump es clara: suficiente. Una lección de democracia activa.

El mundo puede contestar que “demasiado tarde: ustedes votaron por él, los medios lo inflaron irresponsablemente, el partido republicano no lo contuvo, el partido demócrata no produjo un buen candidato”; pero no olvidemos que perdió el voto popular, y que es presidente –si bien legítimo– gracias a ese extraño y anticuado sistema colegiado que permite victorias contra la voluntad mayoritaria. Pero, aunque en efecto sea demasiado tarde para borrar su triunfo, no es demasiado tarde para contener sus dislates. Y de eso se trata, en parte, la democracia. No es solo una competencia electoral cada determinado número de años, sino un escrutinio diligente y dinámico que exige que los actores públicos –sociedad civil, comunicadores, políticos, empresarios, líderes sociales e instituciones– vigilen y acoten continuamente al poder, y si es necesario lo depongan. Como dice la Declaración de Independencia:

…Cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios (vida, libertad y búsqueda de felicidad), el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad.

Y aunque sería exagerado decir que Trump constriñe estos derechos inalienables, o que destituirlo a él sería instituir un nuevo gobierno, es evidente que el rechazo a él está anclado en ese espíritu de reclamación y denuncia estampado en los documentos fundacionales e inherente al alma americana.

A esta disidencia ejemplar, se suman miles por día. Tras el último escándalo, derivado del respaldo que Trump dio a grupos extremistas, los estadounidenses han salido a hacer lo que hacen mejor: bordar letras escarlata en los ignominiosos. Eso generalmente hacen con los racistas, los corruptos, los abyectos. Los aíslan, los etiquetan, les dejan de hablar, hasta que la soledad los consuma. Nadie más se asociará con ellos, perderán patrocinios, menciones de honor y calurosas bienvenidas. Sus vecinos harán como si jamás los hubieran visto. A Trump lo están dejando solo los empresarios, la academia, los líderes sociales y religiosos, desde luego el periodismo, la comunidad militar y de inteligencia, colaboradores cercanos, burocracia y cada vez más de sus votantes moderados, ahora tan arrepentidos. El lunes pasado amaneció, según las encuestas, con el índice de aprobación más bajo y de desaprobación más alto de su mandato, y entre los más bajos y altos, respectivamente, de la historia de Estados Unidos. La crítica no duerme: es mordaz e incisiva, constante. La congruencia tampoco: para liberales o conservadores, el hombre es indigno del “cargo más alto”: the highest office.

La crítica no duerme: es mordaz e incisiva, constante.

Para Trump parece no haber salida. A medida que los esfuerzos para su remoción crezcan, probablemente se radicalizará, lo que a su vez dará más gasolina a tales esfuerzos. Un cul-de-sac. Y es que no parece ser un tipo que se retraiga o aprenda. Al contrario: siempre regresa con más. Por eso cada semana es peor a la previa. Y, a menos que apriete un botón apocalíptico, es la mejor noticia: señal inequívoca de su arrinconamiento. A partir de ahí, tendrá que sujetarse a su base de feligreses con la esperanza de mantener a los congresistas republicanos más retrógrados, lo que lo radicalizará aún más, y así hasta que llegue un nuevo alba. Entonces habremos sido testigos de la máxima democracia en la historia.

*Este artículo se publicó el 21 de agosto de 2017 en Animal Político: Liga