27.09.16

Primer debate Clinton-Trump

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Hillary ganó la batalla pero no la guerra.

Este debate no se trataba de propuestas, ni de políticas públicas, ni de planes detallados con números y metodologías. En el tiempo del miedo y la incertidumbre, lo que el electorado estadounidense evaluó fue el talante de los contendientes, donde el inquebrantable triunfaría y el quebradizo perdería. Nuestros vecinos del norte buscaban seguridad; por tanto, se fijaron en la firmeza, la entereza, la voluntad, el genio y la energía.

Hillary Clinton no pertenece a esta era de emotividad acogedora. Ella es de la vieja escuela: opera en el ámbito del protocolo distante. Es acartonada, poco carismática, su voz pesada y monótona. Por eso no emociona ni alienta. Y por eso, a siete semanas de la elección, su candidatura estaba desinflada y, según algunas encuestas, peligrosamente empatada con la del bufón. De modo que, en este debate, Hillary tenía la difícil tarea de conectar con la audiencia. No necesariamente a través del histrionismo y la teatralidad: aquello hubiera parecido fabricado e inauténtico; pero sí a través de una serie de expresiones emotivas apuntadas a la proyección de eso que reclama nuestro tiempo: certidumbre. Y creo que, sin alejarse mucho de su naturaleza, lo logró: la mayor parte del debate se mostró segura, templada, resistente a los embates de su oponente, eficaz frente a las provocaciones; no titubeó en ningún asunto delicado; esquivó los ataques; contestó con humor, enjundia, y en ocasiones mordacidad e ironía. En definitiva, tuvo el control: comunicó seguridad.

En el tiempo del miedo y la incertidumbre, lo que el electorado estadounidense evaluó fue el talante de los contendientes.

No era fácil. Enfrente tenía un hombre que sí pertenece a esta era, hecho de pasión y efusividad, hábil lector de audiencias, que sabe desestabilizar a sus oponentes, ridiculizarlos y vender disparates con una voz común; un mentiroso impredecible difícil de estudiar, cuyo narcisismo además aparenta –a propósito de nuestra época– gran seguridad (a los inseguros, claro). Y por momentos, sobre todo al principio del debate –que según algunas mediciones es cuando se forjan las impresiones–, el déspota pareció descarrilar a Hillary con su arsenal de interrupciones y cuestionamientos bravucones. Pero pasada la primera media hora se desplomó: apareció histérico, nervioso, irritable, redundante, irresoluto. Hillary lo atacó en varios flancos –la mayoría relativos a su integridad empresarial– y no tuvo respuesta sin embrollo. Si se trataba de radiar seguridad (uno de los principales eslóganes de su campaña), Trump perdió en su propio juego: transmitió inseguridad.

Se discutieron tres temas: economía, relaciones raciales y seguridad. Se podría decir que Trump ganó el primero, pues logró atribuir la connotación negativa alrededor del TLCAN a la maquinaria de los Clinton: apuntó que Bill era el principal responsable por haber firmado el tratado, insinuando la complicidad de Hillary. Además, fue el momento en el que Hillary más dudó, con respuestas prefabricadas y lentas. No logró diferenciarse de los políticos tradicionales que tanto han prometido prosperidad y que, según Trump –con la venia de buena parte del electorado–, no la han conseguido.

En los otros dos rubros ganó Clinton. En lo racial, Trump no logró sacudirse la fija imagen de un conservador racista, menos frente a una candidata históricamente apreciada por las minorías segregadas. Encima, fue el momento en el que Hillary recuperó su confianza, atacó incisiva, evadió las invectivas con temple y exhibió a un Trump vacío y estrepitoso. En seguridad, Trump ya no tuvo margen de maniobra: la vasta experiencia de Clinton puso en evidencia a un Trump ingenuo e ignorante del escenario internacional, susceptible de la fórmula «no es tan fácil como parece.» Al margen, Trump se echó encima al moderador Lester Holt, quien oportunamente le cortó las perífrasis y circunlocuciones para beneficio del público, al que Trump ya había agobiado con su galimatías.

Sin embargo –y creo que aquí hay consenso– el debate no fue decisivo. Hillary ganó la batalla, pero no la guerra. Trump no profirió ninguna locura, no mencionó sus propuestas más desvariadas –como construir el muro en la frontera o prohibir la entrada de musulmanes a Estados Unidos–, no arriesgó demasiado, y aunque se mostró estridente e inmaduro por momentos, mantuvo cierta civilidad (para sus propios estándares), e incluso ganó algunos argumentos sobre la ineptitud gubernamental y la economía, por lo que no sólo aseguró su base fija de simpatizantes sino que acaso consiguió credibilidad con los indecisos. Hillary necesitaba hacer knock-out. Por una sencilla razón: puesto que Trump tiene la inercia ascendente y ella la descendente –y ambos se pelean a los votantes indecisos–, dejarlo vivo ahora significa que si él gana alguno de los próximos debates, este triunfo de Hillary quedará en el olvido y los votantes indecisos oscilarán. Las expectativas sobre Trump son tan bajas, que cualquier destello de sensatez y mesura le favorecerá de aquí a la elección: no tiene mucho que perder, sólo que ganar. Mientras no sea derrotado contundentemente, no estaremos –para usar el ideal de nuestro tiempo, el que definió este debate y los venideros– nada seguros.

Este artículo se publicó en CNN el 27 de septiembre del 2016: Liga