18.03.22

Populismo de género

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El uso demagógico y autoritario del género.

Hace mucho que el liberalismo denunció que las banderas de género, como accesorios de la política de la identidad, tienen carices iliberales y autoritarios, pulsiones persecutorias e inquisitoriales que poco tienen ya que ver con la emancipación o la igualdad ante la ley de la mujer y de las minorías. Se ha argumentado en abundancia, desde Mark Lilla hasta la propia Camille Paglia, pasando por nuevas detractoras como Helen Pluckrose y Cayetana Álvarez de Toledo, cómo estas banderas dejaron de ser progresistas y liberales cuando empezaron a privilegiar el despotismo tribal en detrimento del individuo; cuando recurrieron a la censura, al linchamiento y a la corrección política en detrimento de la libertad de expresión y el humor. Se puede alegar que ese era un desenlace inevitable, porque así siempre terminan los identitarismos.

El problema no sólo es que esas banderas hayan devenido en sus propias manifestaciones autoritarias, sino que también han sido secuestradas por los grupos de poder. Si alguna vez fueron consignas rebeldes y subversivas, si alguna vez pretendieron desarticular “estructuras opresivas”, terminaron asimiladas por el establishment: no para la construcción política ni mucho menos la solución de los problemas en el corazón de su queja, sino la simulación, el postureo ético y, ahora, en el caso de México, de lo que podríamos llamar “populismo de género”.

El populismo de género es el uso demagógico, el empleo de falsas promesas y soluciones fáciles respecto a las demandas de género. Las consignas son perfectas porque nadie se puede oponer a ellas. ¿Qué ciudadano virtuoso no quiere la igualdad de las mujeres? ¿Quién no desea el fin de la violencia contra ellas? Las causas son nobles considerando que la realidad de muchas mujeres y minorías en México sí es atroz, pero se utilizan como palanca para otras agendas aprovechándose de los incautos.

El populismo de género es el uso demagógico, el empleo de falsas promesas y soluciones fáciles respecto a las demandas de género.

En un plano superficial, todo termina en frases huecas e insustanciales como las que profirió este régimen en su ascenso al poder: “gabinete paritario”, “el gobierno más feminista de la historia”; o en fotos de López Obrador rodeado de mujeres y la policía de Sheinbaum marchando con las feministas como si estuvieran del mismo lado. Son frasecillas y demostraciones de todos los partidos, sin exclusividad ideológica. Pero en la práctica, esos eslóganes vacíos no sólo permiten a políticos sin escrúpulos acceder al poder –con la venia, por cierto, de no pocas feministas prominentes–, sino que prestan nuevas herramientas autoritarias para ejercer ese poder.

Tal es el caso de la famosa “violencia política de género”, asimismo una causa aparentemente noble porque pretende proteger a las mujeres del machismo en la política y en la participación de asuntos públicos. ¿Pero qué pasa cuando esa herramienta es asimilada y utilizada desde el poder en contra de la ciudadanía o el periodismo? ¿Qué pasa cuando es utilizada para coartar la libertad de expresión o como arma persecutoria?

Bajo la “violencia política de género” se han escudado algunas de las mujeres más poderosas, entre otras, la senadora Citlalli Hernández, la exgobernadora Claudia Pavlovich, la exsecretaria Josefina Vázquez Mota y recientemente la senadora morenista Bertha Caraveo. Esta última incluso presentó contra el comediante Chumel Torres una denuncia ante la Fiscalía General de la República, que ya lo investiga. Se queja de un video donde Torres se burla –de forma pedestre, pero en los límites razonables de la comedia– de la abyección rastrera de esa senadora ante López Obrador. Es decir, una senadora del partido en el poder no le gustó una crítica que le hizo un comediante y ahora utiliza, desde una posición de privilegio, todo el peso del Estado para judicializar al humor victimizándose bajo el pretexto de la violencia de género.

No toma demasiado imaginar los alcances autoritarios de esta práctica que, disfrazada de feminismo, ya es claramente un método punitivo contra la libertad de expresión y una herramienta para eludir la crítica. La fase superior del populismo de género es, pues, menores libertades, más censura y amplia licencia para reprimir comentaristas y escapar del ojo crítico.

*Este artículo se publicó el 18 de marzo del 2022 en Etcétera: Liga