11.07.18

Cambio de lenguaje

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El nuevo régimen cambiará el orden del discurso.

Uno de los primeros cambios que traerá el nuevo régimen será lingüístico. A la sombra del colectivismo, los disidentes viviremos en los confines de la precisión semántica. Para disipar la crítica y ennoblecer la adulación, se privilegiarán los eufemismos, circunlocuciones e indirectas y se castigarán la claridad y el rigor. Servidos de la abrumadora victoria, muchos ciudadanos, periodistas y políticos ya empiezan a acoger –algunos como adeptos voluntarios, otros como débiles oportunistas– un nuevo léxico reverencial. Llamar a López Obrador demagogo o populista es desestimado, en el mejor de los casos, como exageración o falta de respeto; en el peor, como amenaza.

Y si ese lenguaje nos define, los incrédulos ahora somos tercos pesimistas: reaccionarios indispuestos a cooperar para que todo salga bien, aguafiestas. Afloran los non sequitur : si le va bien a Él, le irá bien a México, independientemente de su cometido como empresario del poder y de sus pulsiones siempre expansivas. Así que más vale dejarlo ser: dejarlo trabajar en paz, darle el beneficio de la duda, la patria es primero. Al fin que la crítica no tiene legitimidad: está hoy del lado de las minorías derrotadas. No es fortuito que un siniestro articulista ya haya pedido, en un periódico nacional, depurar a “los comentócratas” que no hablen el vernáculo, a los que no entiendan que el nuevo discurso oficial es, además de sublime, consagración popular; para ellos, el ostracismo.

El nuevo régimen redefinirá conceptos y contará historias. Erigirá héroes y villanos. Inaugurará cánones y tabús.

Así es el colectivismo: su aspiración es eliminar la voluntad individual y configurar aquiescencias multitudinarias; y lo hace más mediante el miedo al aislamiento y la exclusión –emblema de nuestros tiempos gregarios– que la censura explícita. Por eso es tan difícil de erradicar, porque convierte a tantos ciudadanos, sin necesidad de coerción, en cómplices y guardianes. Recordemos que el nacionalismo hegemónico rara vez usó métodos soviéticos: contaba con la complacencia de la autocensura (aunque, claro, la disuasión era efectiva porque los métodos podían activarse).

Así que para ser exitoso en su propia medida, el nuevo régimen redefinirá conceptos y contará historias. Erigirá héroes y villanos. Inaugurará cánones y tabús. Dará respuestas parciales a nuestras más profundas preguntas. Aún no sabemos cuáles ni cómo, aunque lo podemos imaginar. Lo único que sabemos es que si en efecto es una transformación secular como se anuncia –como se pretende, mejor dicho–, será ante todo simbólica: confeccionará sus narrativas, sus arquetipos y clichés, se servirá de sus propios complejos y dramas.

El peligro no está, sin embargo, en el discurso que se formule –puede ser uno u otro, y el que sea seguramente tendrá sus verdades y mentiras, sus gestos de gloria y mediocridad–, sino en que sea el único; en que, quienes no lo hablemos por convicción, no seamos patriotas o, peor aún, mexicanos. Y eso incluye, desde luego, la falsa diversidad. Recordemos, otra vez, que el nacionalismo hegemónico admitía múltiples expresiones siempre que favorecieran a la narrativa, e incluso permitía cierta disidencia para simular mayor diversidad. Por eso es crucial la auténtica disidencia, las mentes libres que señalen: ante la mentira, la verdad; ante el eufemismo, la claridad; ante la perífrasis, la puntualidad; ante la simulación, la cordura; y sobre todo, ante la solemnidad burocrática, el humor. Sólo así evitaríamos la instauración de otra hegemonía.

 

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