22.11.18

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Sexualidad y el nuevo régimen.

¿Qué efectos tendrá La Cuarta Transformación sobre nuestra sexualidad? No me refiero sólo a las leyes y a los derechos sexuales y reproductivos que promulgue, sino al espíritu sexual de su tiempo. Como nos han contado formidables novelistas históricos (a menudo con más eficacia que historiadores y periodistas, pues logran imaginar la intimidad de personajes comunes y corrientes), los grandes cambios políticos terminan imprimiéndole un sello particular a la sexualidad, acaso porque las tensiones políticas y el poder se cuelan a ese fuero privado. Tal vez el nuevo régimen pase por ahí: redefina los límites de lo normal y lo anormal, desafíe o recupere tabúes, y forje nuevas o recobre viejas narrativas.

Hay un esfuerzo claro de entrada. De naturaleza colectivista, el proyecto pretende desdibujar –o al menos conciliar– las líneas clásicas entre progresismo y conservadurismo. Al interior hay de todo: desde machos revolucionarios con bigotito y grupos pentecostales ultraconservadores, hasta el más recalcitrante y extrovertido homosexual y el persignado senador expanista. No sabemos si logre mantener esa cohesión sexual, por llamarla de alguna manera, pero es la apuesta. De conseguirlo, será inevitable preguntarnos si algunos de esos grupos sacrificaron convicciones sexuales a favor de otros, o si el movimiento fue tan inclusivo que satisfizo a todos por igual (ambas respuestas revelarían mucho sobre los simpatizantes, sus convicciones sexuales y ambiciones políticas). Y de fracasar, sabremos que el colectivismo no resistió lo sexual: que la carne fue obstinada. En ambos casos, la pregunta es clara: ¿Podrán convivir creacionistas antiaborto y hipsters fetichistas, católicos parroquiales y lesbianas misándricas? No lo sabemos, pero es una de las preguntas más intrigantes, justamente porque el movimiento se asume inclusivo.

Los grandes cambios políticos terminan imprimiéndole un sello particular a la sexualidad.

Para esto se servirá de un contexto en principio favorable: a México sí llegó la revolución sexual, tenemos una de las metrópolis más liberales del mundo, y no somos un pueblo religiosamente casto y célibe al extremo del puritanismo persecutorio. Sin embargo, nuestra sexualidad no atraviesa un momento sencillo. La aquejan adversidades viejas y nuevas, nacionales y globales. Por un lado, el machismo y la misoginia, la ancestral violencia y exclusión contra mujeres y minorías; y por otro, la nociva política de la identidad, los linchamientos de la corrección política y las censuras y cacerías de brujas en voz de grupos caprichosos y susceptibles (muchos de los cuales, por cierto, son adeptos de La Cuarta Transformación). Todo inserto, desde luego, en un escenario hiperviolento donde la noche y el espacio público –ámbitos naturales de la sexualidad– son para muchos ya demasiado aventurados y peligrosos.

Hay otro desafío sexual que no sólo antecede al régimen –y por varias generaciones– sino que es su enemigo declarado: el famoso “clasiracismo”. En efecto, ¿qué tan sexualmente avanzada puede ser una civilización cuyas distintas tonalidades y clases se repelen mecánicamente? Alguien moderno soñaría con que los mexicanos se mezclaran de una buena vez, pues sigue siendo demasiado improbable, salvo en el extraño mundo de las telenovelas. Y aunque el régimen alega en teoría procurarlo, uno se pregunta si la mejor estrategia es el discurso nacionalista de la raza de bronce, los insultos y la polarización, aun si concedemos que la burguesía blanca –como si fuéramos niños chiquitos– «pegó primero». ¿Con esa aproximación se tocarán al fin colores y clases? No suena, así que digamos, a noche de amor, pero que cada quien juzgue. A lo mejor el sadomasoquismo funciona.

Es previsible también que la parafernalia morenista, tan llena de clichés nacionalistas y religiosos de un pasado (nuevamente) promisorio, termine reforzando figuras y arquetipos cuya carga sexual ya conocemos: el macho, la madrecita abnegada, el héroe agachado, la puta, el puto, Don Juan, la chingada… mezclados, por supuesto, con una buena dosis de New Age y posmodernidad. No olvidemos además la solemnidad burocrática del priismo echeverrista que corre por sus venas, la promesa de una Constitución Moral, la personalidad patriarcal del demagogo, ni esa estética caguamera que aborrece el glamour político y juzga la belleza como una construcción cultural y el buen gusto como un instrumento de dominación burguesa. Todos esos y más elementos entrarán en juego, sus querellas y jaloneos definirán el legado sexual de La Cuarta Transformación. ¿Qué resultará? No sabemos, sólo cabe desear que sea enriquecedor, pero si la tensión social y política que –de la mano del nuevo régimen– ya nos agobia, contagia a nuestra sexualidad, me temo que tendremos que esperar a una época más oportuna.

 

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