08.08.18

Un patriota

Foto: Alex Fine. University of Virginia
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Apunte sobre Robert Mueller III

De chicos solemos imaginar que las instituciones operan solas, casi como fuerzas teleológicas. Pero de grandes nos damos cuenta que no es así: que necesitan hombres valientes –hombres de carne y hueso– que las salvaguarden. Porque, ¿de qué están hechas las instituciones, si no de hombres? De reglas, claro; ¿pero quién diseña y ejerce esos preceptos? Hombres. Que pueden ser sustituidos, sí. O vigilados por otras instituciones en un sistema de contrapesos. Pero que de uno u otro lado, están. Y hasta que no exista la automatización institucional –algo que ni siquiera hemos discutido, menos aún convenido deseable–, estarán.

El momento que atraviesa Estados Unidos a menudo lo confirma. Es conmovedor ver a un funcionario asumir no sólo su encomienda institucional, sino su espíritu republicano y defender a su patria de la confabulación entre un demagogo pérfido y un enemigo foráneo. Me refiero a un héroe a quien todo el mundo liberal sigue, esperando que triunfe en su epopeya de justicia: Robert Mueller III, el fiscal especial del departamento de justicia para la trama rusa.

Personifica la fascinación que Estados Unidos siempre ha tenido con el arquetipo del buen policía, acaso una herencia de la literatura policiaca del siglo XIX y de la mitología del Viejo Oeste y los bandidos, después consagrada en el siglo XX con la ley seca, el Western y el Film Noir. Desde el sheriff y el comisario hasta el detective y los fiscales, el buen policía –ese vigilante incorruptible de la justicia– es una figura venerada y, podríamos decir, casi con atributos de superhéroe.

No sólo lo respaldan los personajes de ficción: Sam Spade, Philip Marlowe y John McClane, sino los reales, predecesores de Mueller: el legendario Eliot Ness, cazador de Al Capone; Archibald Cox, el fiscal especial para Watergate; o Frank Serpico y Donnie Brasco en el mundo del hampa. Y también sus opuestos: no tanto los criminales cuanto que policías corruptos e inmorales que traicionaron su mandato: en la ficción, el mafioso capitán McCluskey de El Padrino; y en la realidad, quién más que J. Edgar Hoover, el temible director del FBI, infame por sus abusos de poder e intromisiones en la vida privada de personalidades públicas.

Robert Mueller personifica la fascinación que Estados Unidos siempre ha tenido con el arquetipo del buen policía.

Hay algo en Muller que en la lógica mexicana es anormal y a la vez –o quizá por ello– admirable: que es un conservador republicano igual que Trump, lo cual no ha detenido su paulatino avance hasta la guarida del lobo. Porque aquél no utiliza, como éste, a las instituciones como subterfugios en una agenda siniestra. Y aunque se podría decir que el partido es anfitrión natural del nativismo y racismo y xenofobia de Trump, para algunos simpatizantes es más bien el partido de Lincoln, Ted Roosevelt, Eisenhower y Reagan; jamás un sinónimo de connivencia mafiosa, menos un llamado a ignorar los preceptos apartidistas de la democracia y el orden constitucional liberal, no se diga la alta traición. Y Mueller lo asume con particular carácter, igual que otros prominentes republicanos, de los cuales cabe destacar al senador y gran crítico de Trump, John McCain. Observe usted la determinación en el semblante de Mueller la próxima vez que el Washington Post –otra institución de honorables guardianes– publique una foto de él con sus archivos bajo el brazo.

A propósito de lógicas mexicanas y a reserva de lo que logre Mueller, no podemos pedir acá peras al olmo: la remota fantasía de tener un homólogo. No en un país en el que ni siquiera existe el arquetipo del buen policía, sino todo lo contrario: el policía es malo por antonomasia. Así lo revela el uso y trato que les hemos dado –siempre relegados a los confines de la dignidad, o bien como instrumentos de coerción del Estado–, y viceversa, el trato que ellos nos han dado a nosotros. Menos le podemos pedir peras al olmo ahora ante un nuevo régimen que ha dicho hasta el cansancio que no cree ni en Muellers ni en instituciones respectivas (no olvidemos que la institución es parte central de la ecuación) sino que prefiere la muy conveniente y mexicana fórmula de tener a su propio zorro investigando el gallinero.

Lo asombroso es que a pesar de los contrapesos institucionales en Estados Unidos, con algunas piruetas y giros y despidos indirectos, Trump podría deshacerse de Mueller (algo que el propio Nixon intentó). Sin embargo, su investigación avanzó tan rápido y comprometió tanto al presidente, que ello ahora sería prácticamente declararse culpable, al menos ante buena parte de la opinión pública y posiblemente la ley (como Nixon). Así, sin demasiada protección institucional, Mueller puso a Trump en un callejón casi sin salida. Faltan las voluntades de otros para el camino final. Pero Mueller ha sido ya un auténtico celador de su mandato, guardián de la república – diríamos: un patriota.

 

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