30.04.14

Un buen momento para la comunicación política

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La comunicación política en México está en el mejor momento de su historia.

Televisa acusa a Telmex, Cordero arremete contra Madero, los vecinos de Coyoacán se oponen a los parquímetros, los empresarios le reclaman a Videgaray, Telmex le responde al IFT, el Chapo desmiente a Forbes, Hiriart y Escalante se van de La Razón, Noroña y Krauze discuten en Twitter, etc.

Sin exagerar, la comunicación política en México está en el mejor momento de su historia. Lo que para muchos es un estrépito irreflexivo de acusaciones banales, en realidad es el corolario inevitable de la democracia en maduración.

Evitemos celebraciones anticipadas –nuestra comunicación política sigue lejos del esplendor–, pero nunca en la historia de México se había dado esta suerte de califato andaluz en el que todas las religiones interactúan, se comunican, discuten y participan en silogismos mientras efectúan una crítica –quizá involuntariamente– constructiva.

Una prueba de esta evolución es la actual crítica a la que, libremente, sometemos a los políticos, empresarios, artistas, deportistas y demás figuras públicas.

A propósito de los 100 años del natalicio de Octavio Paz, el poeta siempre sostuvo que México (y en general el mundo hispano) no tuvo un buen siglo dieciocho, esa época que comúnmente denominamos Ilustración o Siglo de las Luces. Especificaba que tuvimos un excelente siglo diecisiete –el barroco de Sor Juana y Ruiz de Alarcón (en España Góngora, Quevedo y Cervantes)–; un medianamente buen siglo diecinueve –modernismo, liberalismo y simbolismo–; pero que no tuvimos, propiamente, un siglo dieciocho: que nos hizo falta una edad crítica –filósofos como Kant, Voltaire y Hume.

Por supuesto que, en general, Paz se refería a la crítica como una revolución filosófica y retórica, un modelo humanista a la luz de la razón, la antesala del liberalismo, una tradición; no como un vaivén de acusaciones livianas en el ámbito público, como hoy ocurre en México. Sin embargo, aunque suene menos sublime, y sin contradecir a Paz, la edad crítica en otros países inicialmente se materializó así, con periodicazos –o más bien gacetazos y panfletazos–, con debates universitarios, discusiones comunitarias y hasta trifulcas en cantinas.

En todo caso, a juzgar por la historia mexicana, lo que estamos viendo no lo habíamos visto jamás. No sólo no llegó la Ilustración a México, sino que los medios de comunicación siempre fueron, en su mayoría, instrumentos al servicio del Estado; los artistas e intelectuales por momentos también; los empresarios, en palabras de El Tigre, soldados del poder. No se había dado esta dinámica –por más desvirtuada en forma y contenido que hoy sea– de discusión pública. O por lo menos no tan accesible.

Es cierto que hubo periodos de ardua discusión política, filosófica y cultural. El siglo diecinueve, sobre todo, propició un ambiente de debate político entre conservadores y liberales, pero éste se dio en las más altas esferas del poder y fue –en parte gracias a la nimiedad de los medios, y en parte gracias al carácter aristocrático de la clase gobernante– inaccesible al público general. Después llegó el régimen de la Revolución y, bueno, todos sabemos lo que ocurrió.

Una prueba de esta evolución es la actual crítica a la que, libremente, sometemos a los políticos, empresarios, artistas, deportistas y demás figuras públicas. Más aún, la crítica a la que ellos mismos se someten entre sí. La señal de una comunicación política sana, o por lo menos de que va en buen camino, no es tanto la ridiculización que el pueblo hace de las élites –impulso catártico de cualquier sociedad, incluso las autoritarias– sino la ridiculización entre las élites mismas, equilibrio efectivo del poder. La histriónica disputa que nos presenta el PAN, por ejemplo; la lucha por las telecomunicaciones; las burlas insolentes de algunos periodistas hacia el Presidente; o las discusiones entre académicos en Twitter, son la mejor indicación de una creciente apertura comunicativa.

Aun así, apenas somos adolescentes. A los mexicanos no nos gusta debatir. No hay escuelas de debate ni clubes de debate en las escuelas; los debates políticos ocurren cada seis años y sólo en temporada electoral; los medios transmiten pocos programas de discusión y prefieren evitar la confrontación argumentativa. Más aún, hay muchas minorías y grupos segregados –homosexuales, mujeres, indígenas, personas con discapacidad, inmigrantes y artistas contraculturales –cuya voz no tiene salida. Falta mucho por hacer. Somos uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo; asusta el carácter deliberadamente autoritario con el que algunas instituciones enemistadas con la libertad de expresión –gobernadores, la Iglesia, el crimen organizado, grupos estudiantiles y medios– limitan el diálogo y coartan la razón.

Sin embargo, como nunca antes en la historia de México, los ingredientes políticos, económicos, tecnológicos y culturales están en la olla para que la comunicación política, y consecuentemente la democracia, fermenten. Subámosle al fuego y que siga la discusión.

*Este artículo se publicóel el 30 de abril del 2014 en ADNPolitico: Liga