29.03.16

Trump en nuestras venas

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Démonos cuenta, en Trump, de nuestro rampante racismo – no el que lanzamos contra otros pueblos, sino… ¡contra nosotros mismos!

 Aunque la retórica no quiera –como en las épocas álgidas del nacionalismo revolucionario–, Estados Unidos siempre ha sido un modelo para México. Nuestra independencia sirvió de subterfugio a las élites virreinales, pero retomó los valores de la ilustración y el liberalismo de Paine y Jefferson. Nuestra Reforma se vició de amiguismos y cacicazgos que produjeron dos dictaduras –Juárez y Díaz–, pero se inspiró en el secularismo constitucional de los federalistas estadounidenses. Nuestra industrialización y subsecuente urbanización tuvieron matices anticapitalistas y revolucionarios, pero siguieron los pasos del cosmopolitismo yanqui. Así sucedió en prácticamente todas las áreas de la vida, al menos pública: desde el periodismo y los medios, hasta el arte moderno, la academia y la sociedad civil. Intentamos integrar –aunque algunos creen que se nos impusieron– los avances del vecino del norte a nuestra propia tradición, que por supuesto es una mezcolanza inseparable de otras influencias modernas, principalmente la hispana y en menor medida la francesa; y claro, también antiguas: la mesoamericana, la grecolatina y la árabe. De Estados Unidos adoptamos lo que consideramos mejor y aquí le ponemos el sello de la casa: nuestros highways tienen baches y salidas forzadas, nuestro capitalismo no se inscribe en la ley sino en las muecas y guiños del compadrazgo, nuestros empresarios no inventan sino extraen riquezas, etcétera. Pero, independientemente del resultado, emulamos lo que consideramos mejor, sin duda un gesto virtuoso. Jamás copiaríamos lo que consideramos peor. No imitaríamos, por ejemplo, las ideas necrofílicas del Trumpismo, que de hecho nos tienen bastante indignados. Condenamos su racismo, su ignorancia aislacionista, sus manotazos autoritarios, su histrionismo fascistoide y su xenofobia. En parte, claro, porque están dirigidos hacia nosotros: defendernos es inevitable. Pero, como el periodista afroamericano (hablando de racismo) Carl T. Rowan dijo justo durante la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, “a menudo es más fácil indignarse por una injusticia a medio mundo de distancia, que por la opresión y discriminación a media cuadra de casa.”
No olvidemos nuestra tradición autoritaria y populista del poder, que desprecia la ley y rinde culto a la personalidad del más fuerte.
Aplaudidas sean las diatribas contra Trump –algunas, como la Declaración de Intelectuales Hispanos contra la Xenofobia de Trump, de Enrique Krauze y otros, son justas y cabales–; sin embargo, hay cierta hipocresía en otros flancos más tribales y emotivos de la indignación. Lo correcto esta vez sería la operación contraria a la inercia histórica: aprovechar lo peor de Estados Unidos para reexaminar nuestras propias actitudes. Démonos cuenta, en Trump, de nuestro rampante racismo, pero no el que lanzamos contra otros pueblos, sino… ¡contra nosotros mismos! Advirtamos la habitual segregación de la que somos verdugos; las etiquetas (nacos, indios, gatos, güeros) que nos asignamos en todos los ámbitos de la vida mexicana. Reconozcamos, también, nuestras actitudes contra los inmigrantes en nuestro propio territorio, no contra los alemanes, griegos y franceses que llenan las filas del Instituto Nacional de Migración en Polanco –a ellos tampoco se los incrimina en Estados Unidos–, sino contra los miles de centroamericanos que oprimimos, matamos, deportamos año con año de formas más salvajes de las que Trump podría soñar o, al menos, emplear. Denunciemos a nuestros propios caciques y megalómanos, adoración aún de millones a lo largo y ancho de nuestra incipiente república. No olvidemos nuestra tradición autoritaria y populista del poder, que desprecia la ley y rinde culto a la personalidad del más fuerte; que manipula la justicia aludiendo al pueblo olvidado o al pasado glorioso, a los cuales usa como carne de cañón para su agenda política. ¿Acaso no hace lo mismo Trump?
El antropólogo Roger Bartra recientemente puso en nuestro radar una serie de 25 encuestas nacionales realizadas por la UNAM y dirigidas por Julia Isabel Flores en 2014 que revelan lo insospechado (Los mexicanos vistos por sí mismos. Los grandes temas nacionales, 26 tomos, UNAM, 2015). Cito a Bartra:

  • 30% de la gente está de acuerdo en que se emplee la tortura para conseguir información.
  • 27% considera que las autoridades deben romper las leyes con tal de aplicar justicia.
  • Una cuarta parte de los ciudadanos manifiesta enojo, ira o resentimiento y otro tanto declara sentir desconfianza, decepción o insatisfacción.
  • 40% opina que si las autoridades no castigan a un asesino, la gente tiene el derecho de hacer justicia por su propia mano.
  • El 44% piensa que un líder fuerte puede hacer más por el país que todas las leyes.
  • El 31% considera que no debe obedecer una decisión tomada por mayoría si no le gusta.
  • Entre el 25% y el 30% de la gente declara que no estaría dispuesta a tolerar que vivieran en su casa sidosos, homosexuales, discapacitados, indígenas o personas con otra religión u otras ideas políticas.

 

Aisladas, sin previa introducción, estas cifras podrían corresponder a los seguidores de Trump: coinciden perfectamente con el perfil que se ha hecho de su electorado. Eso, explica Bartra, porque “en México, como en muchos países, hay franjas sociales sombrías y oscuras que alojan inclinaciones que no comparte la mayoría de la población, pero que han cristalizado en sectores importantes y significativos… ideas, opiniones o comportamientos con frecuencia marginales y minoritarios que revelan facetas inquietantes que muchos no quisieran ver.”

Trump, entonces, nos supone un doble peligro: por un lado, su propio discurso, tan feo como es y del cual no cabe más que defenderse; pero por otro, aquello que “no quisiéramos ver” – el desdén del aforismo cristiano: cuando vemos la viga en el ojo ajeno antes que la paja en el nuestro. El enemigo nos invita a verlo en nosotros mismos. Su derrota valdrá más en la medida de nuestra congruencia.
*Este artículo se publicó el 17 de marzo del 2016 en Animal Político: Liga