16.06.22

Sacrilegio Kardashian

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El vestido de Marilyn Monroe que Kim Kardashian arruinó.

Me dio mucho coraje que la socialité Kim Kardashian usara para el Met Gala –ese evento de beneficencia conocido por los atuendos estrambóticos– el famoso vestido que Jean Louis le diseñó a Marilyn Monroe para el cumpleaños 45 del presidente Kennedy, en donde despejó, con su sensual serenata cumpleañera, cualquier duda sobre aquel romance en el corazón de Camelot.

Muchos anticuarios, coleccionistas y críticos culturales se opusieron al préstamo preocupados por la conservación de la reliquia. Bob Mackie, el asistente de Jean Louis, advirtió que el vestido era muy delicado, que había sido diseñado específicamente para Marilyn, que ningún otro cuerpo cabía en él y que sacarlo de su vitrina lo pondría en riesgo. El vestido había sido preservado a temperaturas especiales por muchos años. Otros objetaron con el argumento de preservar esa pieza como patrimonio universal: si bien el vestido es propiedad de un coleccionista privado –el dueño de Ripley, ¡Aunque usted no lo crea!–, en realidad pertenece a la humanidad. El Consejo Internacional de Museos opinó que el vestido debería “conservarse para las generaciones futuras”, y que “las prendas históricas no deben volver a ser usadas por nadie, sin importar que sean personajes públicos o privados”.

Un sacrilegio contra la sustancia y el mérito.

El motivo de mi molestia fue sobre todo por el capricho narcisista, irreverente y gratuito de Kardashian. Tal vez no hay idea más equivocada sobre Marilyn que la que sostiene que era una actriz menor, célebre sólo por sus curvas, su cabellera rubia, su vida atribulada y su cercanía al poder. El consenso entre quienes la han estudiado –y quienes la hemos visto– es que era una estupenda actriz, discípula del Actors Studio de Nueva York bajo la tutela de Lee Strasberg, una estrella fulgurante en decenas de películas. Y, sí, también un incontenible sex symbol. Su complejísima vida puede apreciarse en la biografía novelada e ilustrada –una obra maestra del periodismo– que le dedicó Norman Mailer, con fotografías de Bert Stern. También en la reciente novela Blonde, de Joyce Carol Oates.

Kim Kardashian, en cambio, no ha hecho nada en su vida más que encarnar ese epítome de nuestros tiempos: ser famosa por ser famosa, lo cual desde luego dice más de nuestros tiempos que de Kardashian. Sin embargo, de alguna manera logró convencer al frívolo dueño del vestido de prestarse al sacrilegio. Un sacrilegio no contra el vestido, ni contra ese momento encapsulado en el tiempo cuando Marilyn canturreó el lujurioso ‘Happy birthday, Mr. President’, ni siquiera contra Marilyn; un sacrilegio contra la sustancia y el mérito. Prestarle el vestido de una leyenda consagrada en el firmamento del cine a una vulgar traficante de fama es vaciar toda virtud en un acto. Por supuesto que para Kardashian –como para toda una generación– la virtud y el mérito residen en el acto mismo, lo demás es residual. Lo de menos es que el vestido sufriera daños permanentes, se rasgara y se desprendieran algunos de sus cristales. El verdadero daño ya estaba hecho.

*Este artículo se publicó el 16 de junio del 2022 en Etcétera: Liga