27.04.16

Resistencia al cambio

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Decir que debemos examinar nuestro conservadurismo es un llamado liberal que no comparte la mayoría.

Debemos examinar nuestro conservadurismo, lo que Octavio Paz llamaba la “voluntad de permanencia” o resistencia al cambio. La sociedad mexicana, como todas sus homólogas latinoamericanas mestizas, es profundamente conservadora. Nuestras dos principales herencias, la prehispánica y la hispana, siempre fueron reacias a la evolución. La primera, porque consideraba las vanguardias innecesarias toda vez que el presente traía su virtud definitiva; por eso nunca produjo arte evolutivo, sino artesanía repetitiva: no había necesidad de reinventarse. Y la segunda porque, como buena hija de la Contrarreforma, alcanzó su mayor esplendor en el barroco católico; como escribió el propio Paz en Fundación y Disidencia, en su auge la civilización española concibió “la realidad como una substancia estable; las acciones humanas, políticas o artísticas no [tenían] más objeto que cristalizar en obras. Encarnación de la voluntad de permanencia, las obras se [erigieron] para resistir al cambio.”

El conservadurismo no siempre es una debilidad y ha sido una fuerza importante en el mundo. No todo tiene que cambiar y en ocasiones la permanencia es la mejor arma contra la decadencia. Pero cuando nuevas y superiores ideas encuentran una oposición milenaria, ocurre lo contrario.

Algo pasa en México que los cambios, sobre todo cuando es crucial materializarlos en instituciones, se posponen.

Hay sociedades muy versátiles. Para un mexicano, es sorprendente aprender que Alemania ganó el mundial de fútbol tan sólo nueve años después de la Segunda Guerra Mundial, con sus ciudades en ruinas y sin jóvenes; que el nacional-socialismo fue colocado en la vitrina de la ignominia; que hoy sigue pagando una indemnización al pueblo judío; que es el país europeo que más refugiados sirios recibe; y bueno, que hoy es el motor de Europa sin haber soltado, por primera vez en su historia, un solo balazo.

También nuestro vecino del norte. A pesar de Trump y su minoría de seguidores encapsulados en el tiempo, es admirable que tan sólo hace 61 años la disidente Rosa Parks fuera arrestada por sentarse en un asiento exclusivo para blancos en un autobús y hoy los gringos tengan a un presidente negro y estén a punto de sustituir la cara del asesino Andrew Jackson en el billete de 20 dólares, por la de la libertadora de esclavos Harriet Tubman. La velocidad con la que cambian las ideas en Estados Unidos es impresionante: todos los días se cuestionan sus propias posturas en torno a la sexualidad, la salud, el poder, la historia – de ahí vinieron las grandes revoluciones culturales del siglo XX. Por eso es el país que más innova en casi cualquier ámbito: desde la ciencia y la tecnología, hasta el arte y los deportes.

Algo pasa en México que los cambios, sobre todo cuando es crucial materializarlos en instituciones, se posponen. Para ello sin duda juega –aunque ésa es también una herencia del conservadurismo– una élite intransigente que se protege de la transformación: no han sido pocas las veces que la élite nos echa para atrás cuando estábamos a punto de instaurar cambios neurálgicos; la Independencia y la Revolución, orquestadas por grupos conservadores, son dos clarísimos ejemplos. Pero también hay un pueblo al que pareciera gustarle las ideas anacrónicas. Por ejemplo, siguen tan vigentes: la homofobia, el machismo, la corrupción, los cacicazgos, los estamentos y categorías, la limosna, el materialismo histórico, el maniqueísmo, el populismo, la xenofobia, el anticapitalismo, la superstición, el miedo a la ciencia – en fin: más que ideas, valores inamovibles que en otras sociedades ya fueron derrocados. Y se observan en cada ámbito de la vida mexicana, pública y privada: que si las mujeres no se pueden sentir cómodas en la calle porque una horda de reprimidos las acosa, que si quemaron vivos a dos encuestadores en Puebla, que si el diputado X tiene departamentos en Miami, que si no dejan entrar a un moreno al antro, que si las organizaciones rentistas chantajean con caritas lastimeras para que no se les aplique la ley, que si el alcalde de Guanajuato prohíbe el beso en público, que si una tragedia como la de Iguala se polariza en detrimento de la verdad. En cada frente, una barrera.

Y en nada se manifiesta esto más que en nuestra sociedad de privilegios. Si el Código Civil de Napoleón los eliminó hace doscientos años, nosotros nos convertimos en sus campeones. Es increíble, por ejemplo, que en pleno siglo XXI, nuestros políticos tengan fuero. O que al gobernador de Chiapas lo carguen en litera. O, como demuestran los estudios de movilidad social del Centro de Estudios Espinosa Yglesias, la cuna siga siendo el principal determinante de éxito en México: antes apellido y color de piel, que mérito y esfuerzo.

Por eso no hemos logrado consolidar la democracia ni el capitalismo liberales. Ambos, por naturaleza, exigen constantes desafíos, introspección, movilidad, discusión, debate, incertidumbre –todos enemigos acérrimos del conservadurismo. Nosotros preferimos las contrapartes: la certidumbre, la continuidad, la infalibilidad, los dogmas; de ahí viene nuestra civilización. Si en verdad quisiéramos que esto mejorara, sería necesario contradecir, desmentir y negar los moldes anclados en el pasado, pero son aptitudes que –claro, viniendo de nuestra tradición– no nos enseñan en nuestras casas, escuelas y medios de comunicación. Ya decir que debemos examinar nuestro conservadurismo es un llamado liberal que no comparte la mayoría.