10.11.17

Porvenir del recuerdo

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La fascinación juvenil por López Obrador.

¿Por qué los jóvenes prefieren a AMLO?*

De entrada, predilección natural por la izquierda. La misma que en los artistas desde el romanticismo, siglo de oposición emocional. El conservadurismo, cuyo cometido es la tradición, no se asoma mucho en jóvenes y artistas porque no parte del ideal de cambio, sino de la voluntad de permanencia. El statu quo es lo opuesto a la transformación, sin la cual es imposible la utopía que anhelan: ese querer ser.

El romanticismo promovió a la izquierda porque ambos compartían valores disidentes: más que libertad y razón –que son los valores del siglo previo, el XVIII– prefieren justicia e igualdad económica. Por una cuestión muy sencilla: no había habido ni justicia ni igualdad económica en el mundo, sí libertad y razón. Las segundas eran ya statu quo, las primeras quimeras. Lo siguen siendo, creo, sobre todo si se pretenden absolutos.

López Obrador atrae a los jóvenes porque personifica ese ideal de cambio, tan irresistible a la emoción: justicia para los perjudicados por la historia, igualdad económica para los desfavorecidos. O como dijo Jesús: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.” Son ideales para siempre, no cabe duda: ¿quién, además de los jóvenes, no los anhela? Y más en una cultura fervorosa de salvadores y salvados, como la mexicana.

AMLO atrae a los jóvenes porque personifica el ideal de cambio.

El problema es que es una actitud en realidad nostálgica: más que un cambio, supone un regreso. Vengarse del privilegiado histórico para redimir al explotado ya no es ni modestamente anacrónico. Va mucho más atrás de la Revolución. Se ancla en una visión decimonónica –acaso religiosa– de la lucha entre clases. Y no es que esa lucha haya sido resuelta; simplemente sabemos, después de múltiples fracasos, que su solución definitivamente no es la redistribución vertical de riqueza o justicia, y menos de la mano de un hombre.

Digo visión religiosa, porque la lógica finalmente se inserta en una estructura dramática narrativa de buenos y malos, santos y pecadores, agraciados y desdichados. Toda una concepción maniquea de la justicia retributiva. Una lucha casi teleológica donde las cosas –merced al orden cósmico, cuya venia tiene el héroe– caerán bajo su propio peso. Y ganarán los buenos.

Luego está el propio personaje político, digno –se ha dicho– de la extrema derecha en cualquier democracia europea. Elementos raciales, nacionalistas, aislacionistas y religiosos forman su discurso. Son, esos sí, para ser precisos, los valores de la Revolución mexicana, con excepción quizá de lo religioso, un valor más bien colonial. Así, justo lo que se pretende no es evolucionar sino rescatar, redimir, recuperar. ¿Qué? La tradición, por supuesto. Y eso es conservadurismo.

La genialidad de Andrés Manuel reside ahí: en haber vendido el conservadurismo como progresista: un anhelo del pasado, o, como diría Elena Garro a la inversa, un porvenir del recuerdo. Pero si eso habla bien de él, nos dice mucho de los jóvenes. De entrada, que compran cualquier cosa –incluso en detrimento propio– que diga cambio. Y no pocas tragedias se han gestado desde ahí.

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