06.03.18

Peña Nieto: miedo, codicia y vanidad

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Tres voces motivan la persecución de Anaya

Aprovechando la parafernalia religiosa que decora nuestro proceso electoral, tres demonios parecen hurgar la conciencia del presidente Peña Nieto: miedo, codicia y vanidad, desenmascarados en el reciente viraje autoritario contra Ricardo Anaya, independientemente de la dudosa probidad del joven blanquiazul.

Es claro el desasosiego de quien probablemente esconde mucho más de lo imputado. Pero aun limitándonos a ello, hay demasiada podredumbre en display : la casa blanca, la estafa maestra, un Duarte, otro Duarte, Borge, Robles, Moreira, otro Moreira, Malinalco, Pegasus, Ruiz Esparza, Sandoval, Medina, Merodio, Deschamps, Lozoya, Obedrecht, OHL, Coahuila, fiscal carnal, escape del Chapo, Murat, otro Murat, Cervantes, el socavón, Beltrones-Gutiérrez, Tlatlaya, la investigación de Ayotzinapa, alrededor de 130 mil muertos y, ah, no olvidemos a Trump en Los Pinos (por mencionar solo algunos, pues se me acaba el espacio editorial).

Peña Nieto está frente a una decisión difícil: ir contra natura o ceder a sus demonios.

La mitad de eso bastaría para activar la presión de los Buenos Muchachos, el grupo de poder de Peña Nieto, obcecado en impedir la llegada de un enemigo, especialmente uno cuya promesa de campaña –como la de Anaya, si bien no sabemos qué tan creíble aún– sea romper el pacto de impunidad. Me imagino que debe haber advertencias de cárcel –de enemigos, sí, pero también de cómplices– acechando las noches del presidente. Y qué terror tener que exiliarse, defenderse en algún tribunal internacional, exponer a su familia, etc.

Desde luego también está la naturaleza expansiva del poder, el segundo demonio, que con miedo o no, siempre quiere más per se. Si le fuera posible, se quedaría ahí mil años. Estuvo siete décadas el siglo pasado y se quedó con sed. Le dieron una segunda oportunidad y la aprovechó en su propia lógica. Aunque a la gente decente le parezca incomprensible, los Buenos Muchachos no tendrían ningún problema con seguir robando. Si pudieran asegurar otro sexenio lo harían, aun contra la voluntad popular o el orden constitucional, pues si algo ha enseñado el carácter priista es la desmesura: la patología detrás de Borge y Duarte. Y el presidente no parece tener ningún recato, conforme a su pequeñez republicana, en heredarle el poder a uno de esos centinelas.

Luego está la vanidad. Ya dejémonos de cuentos: algún resentimiento ha de tener Peña Nieto contra este pueblo que no le entiende, que no lo ensalza como el gran reformador, al que “ningún chile le embona”. Hay atisbos de rencor por incomprensión en él y sus guardianes, uno de los cuales –Eduardo del Río, vocero del candidato del PRI a la presidencia– recientemente nos llamó “los gobernados.” Y acaso nada lo exacerba más que ver todos los días las encuestas con la peor aprobación presidencial en la historia (desde que se mide). Me recuerda a Macbeth desconcertado preguntándole a su esposa por qué no es laureado, o a Cómodo a su hermana por qué no es considerado misericordioso como su padre Marco Aurelio.

La verdad es que Peña Nieto nunca se recuperó de Ayotzinapa, emocionalmente, quiero decir. Los aplausos por las reformas –incluidos los míos– duraron muy poco, apenas un año. Y después, todo cayó: burlas, desprecio, escarnios… todo el día, todos los días. El presidente se volvió catártico. Y con justa razón: lo que más importa a los mexicanos y tal vez a todo pueblo –seguridad, economía y justicia– se instaló en la decadencia, el esplendor de las reformas disipado en el total desinterés popular. Ha de haber sido terriblemente angustiante para un hombre que diario se peina el copete frente al espejo y a quien Vanity Fair nombró uno de los mandatarios mejor vestidos del mundo. Algún desquite hay en querer impedir la elección libre, en imponer a un candidato tan gris con la encomienda de salvar el legado.

Para ser priista, Peña Nieto está frente a una decisión difícil: ir contra natura o ceder a sus demonios; entre la templanza democrática y la ignominia, respectivamente. El problema es que Anaya –con su radical promesa de castigo mediante el establecimiento de una «comisión de la verdad»– parece haberlo puesto a él y a sus Buenos Muchachos en un cul-de-sac, un callejón sin salida, donde la democracia limpia implica demasiados riesgos. A nuestro presidente le zumban al oído el miedo, la codicia y la vanidad todas las noches. Así, me temo que podemos esperar cualquier cosa. Incluido, sí, el fin de facto de nuestra incipiente democracia.

*Este artículo se publicó el 6 de marzo de 2018 en Animal Político: Liga

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