19.05.17

Muerte embrionaria

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El miedo también mata al periodismo en las escuelas.

Para Javier Valdez, Miroslava Breach, Filiberto Álvarez, Maximino Rodríguez, Ricardo Monlui y Cecilio Pineda, los seis periodistas caídos en lo que va del año. Y por los que vendrán.

Cuando regresé del Medio Oriente, donde el periodista de Proceso Témoris Grecko me ayudó –tras un breve desengaño– a reafirmar mi vocación, me entristeció saber que mi alma mater, el Tec de Monterrey, ya no ofrecía la carrera de periodismo que yo tan apasionado había cursado de la mano de María Elena Meneses, Alma Delia Fuentes, Armín Gómez, Ariel Moutsatsos, Claudia García Rubio y otros grandes profesores y periodistas. La razón, argumentaban los rectores, es la exigua demanda de las nuevas generaciones de estudiar el antiguo oficio de narrar los hechos. “Se matriculan apenas dos o tres alumnos al año. El Tec no puede mantener un plantel de periodismo con tan pocos estudiantes,” me decía algún directivo en aquel entonces.

Naturalmente, la carrera se convirtió en una “especialidad” de comunicación, relegada a los confines de las materias optativas, elegida lo mismo por animadores digitales y emprendedores culturales, que por ingenieros y mercadólogos, quienes acuden por mera curiosidad o por un atisbo vocacional que, lamentablemente, jamás se confirma. Así que cuando me invitaron a dar una de esas clases, gustoso acepté: ¡qué desafío sería reavivar en los jóvenes, como había hecho Grecko conmigo, este llamado del alma!

En México no sólo mueren asesinados periodistas hechos, también los que ni siquiera han nacido.

Bueno, no tardé ni dos clases en darme cuenta del problema, dos vergonzosas obviedades, causas lúgubres de nuestra infortunada condición. Desde muy temprano, los pequeños informadores en potencia se enteran de que a los periodistas en México los cazan en las calles como especies en peligro de extinción para luego exhibirlos como trofeos en las mismas páginas que fueron su trinchera. Escuchan, los embriones, que México es de los países más mortíferos para quienes, como instigara Walter Lippmann, se dedican a “decir la verdad y deshonrar al diablo.” Peor: saben que después de que su cuerpo inerte, agujerado por doce balazos –como exhiben las imágenes del colmo de Javier Valdez y tantos otros– sea recogido por los forenses, no pasará nada: que su muerte quedará impune, que acaso sus letras serán archivadas en hemerotecas poco frecuentadas, edificios de la ironía en un país donde nadie lee. Que el gobierno, por complicidad y omisión, es sólo otra cara del mismo diablo.

Y cuando, aún esperanzado, le recuerdo a mis estudiantes que, como yo –periodista fresa de escritorio, con aire acondicionado en la capital– no tienen que dedicarse al periodismo noir (aunque renuncien al heroísmo que viste a los reporteros de provincia), que se pueden dedicar a la cultura, al deporte, a la política y a la ciencia –siempre y cuando deshonren al diablo– ellos me piden una estimación de sueldo y, tras oír mi respuesta, inevitablemente cede la inspiración. Y es que después de haber invertido (es un decir) un millón y medio de pesos en su educación, saldrán a ganar la generosa cantidad de 8 ó 10 mil pesos al mes, lo mismo que un cajero de Oxxo (con todo respeto).

Es inútil hablarles con nostalgia del gran Gay Talese –quien en 1966, recién graduado, recibió de Esquire seis mil dólares por escribir el ya consagrado perfil de Frank Sinatra–, pues no sienten ninguna afinidad. El miedo –a morir, a ser pobre, a no ser leído– ha llegado a las aulas de periodismo. Día con día, convence a un Ben Bradley en ciernes de escoger algo más. A falta de solicitudes, hoy ya ninguna de las grandes universidades privadas ofrece un título por este arte que el gran Hitchens describió como “algo que se es, más que algo que se hace.” A falta de dinero, seguridad y honor, se abren los espacios a los chayoteros, los voceros del poder, los megáfonos del leviatán, quienes traicionan la memoria de aquéllos, nuestros soldados desconocidos, silenciados porque sus palabras incomodaron al opresor y despertaron en los demás eso que el mal tanto teme: la libertad.

Cuando invité a Héctor de Mauleón a mi clase, un alumno le preguntó que qué podía hacer un periodista amenazado en México. ¿Qué puede hacer con una pistola en la sien? “¿La verdad?”, replicó de Mauleón, “nada”. Supe que ese alumno, me lo delató el terror en su mirada, se dedicaría a algo más. En pleno siglo XXI –siglo de las comunicaciones y la información– el miedo y la miseria dejan a México, lentamente, sin talento ni disposición para el arte de descubrir las agendas escondidas, como John Pilger definiera al periodismo. Cuando eso ocurre –podemos estar seguros– un país se queda sin vigilantes, y entonces gobierna el mal sin restricción. En México no sólo mueren asesinados periodistas hechos, también los que ni siquiera han nacido.

*Este artículo se publicó el 17 de mayo en Animal Político: Liga