18.09.18

Mea culpa tramposo

Foto: Remorse. The Tellinge Store
Compartir:
Tamaño de texto

El remordimiento que el liberalismo no debe tener.

Se dice que el liberalismo está en crisis. Que su connivencia con el poder y el dinero ha comprometido sus valores y preceptos esenciales, algo difícil de demostrar, creo yo, si hasta hace muy poco el mundo liberal había alcanzado la máxima libertad –y riqueza– en la historia humana. Pero bueno, bienvenida la introspección en beneficio propio. Después de todo, la duda y la autocrítica son valores del liberalismo. Dudemos y reformemos.

El peligro, empero, está en el mea culpa tramposo en el que algunos liberales han caído en detrimento propio o inadvertidamente a favor de sus enemigos: la idea de que el liberalismo es responsable, o peor aún, culpable, de los movimientos demagógicos en el mundo, como si las agendas y pulsiones y cometidos de esas vocaciones despóticas y sus líderes y apologistas no pudieran existir de no ser por dicha crisis, como si no fueran una amenaza constante por sí mismas, o, lo más engañoso: como si fueran un merecido. Es un remordimiento pusilánime que los detractores del liberalismo –precisamente esos déspotas– aprovechan y promueven como excusa para sus tropelías: una manipulación. El examen de conciencia liberal, tan deseable como pueda ser, no debe concederle esa arma al enemigo.

El liberalismo no debe ser muladar de expiación.

Algo similar sucedió en la estela del 11 de septiembre. La escuela de periodistas y pseudointelectuales apocalípticos como Chris Hedges, Morris Berman y Robert Sheer –esos portaestandartes de la izquierda más estúpida de Estados Unidos, versiones mejoradas de Michael Moore y Naomi Klein– saltó a decir que el ataque terrorista había sido el corolario inevitable del destino manifiesto, el justo castigo para un imperio rapaz y desalmado, contra el cual los pobrecitos terroristas musulmanes estaban en todo su derecho de vengarse. Vaya conmiseración. Como si el fascismo islámico no tuviera su propia agenda en sus propios países y en contra de su propia población, como si no fuese capaz –por sí solo– de producir estos centinelas de la muerte con el fin de propagar su semblante absolutista.

La analogía es justa. El liberalismo está en crisis, sí, quizá. Pero siempre lo ha estado. Y casi por antonomasia, porque no lo rigen decretos incuestionables, porque en su corazón está –retomando a Heráclito– un eterno conflicto, el choque perpetuo de ideas, gusto que los autoritarismos no tienen. Así, no sólo sus crisis sino su muerte se ha augurado –y hasta decretado– en innumerables ocasiones desde el siglo XVIII (especialmente en los cambios de siglo). Porque conviene a sus enemigos: los justifica. Pero es una falsa premisa: como si Orbán y Corbyn y Trump y Salvini y Kurz y Duda y López Obrador no fuesen encarnaciones de arquetipos antiquísimos y multiseculares que se han expresado de una u otra forma en tierras y épocas distintas… antes del liberalismo. Como si la demagogia autoritaria no fuese ajena a él.

No nos confundamos. El liberalismo surgió, cito al magnífico Daniel H. Cole, como “reacción (itálicas mías) contra el poder absoluto, a favor de la autonomía individual protegida por la libertad de conciencia y el Estado de derecho.” Sus enemigos lo preceden. Siempre han estado y estarán ahí, independientemente de los inevitables conflictos internos. Si el liberalismo tiene una tarea, es en todo caso fortalecerse frente a ellos: exactamente lo contrario a prestarse de su muladar expiatorio. Así que cada quien sus culpas. Los demagogos son mañosos y el liberalismo no puede caer en semejante chantaje: ésa sí sería una crisis que me desmentiría.

 

Tu apoyo es muy importante para mantener este sitio. Si te gustó esta lectura, te invito a hacer un donativo.