06.01.15

La legitimidad de la riqueza

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La legitimidad de la riqueza se refiere a la validez o aprobación que una sociedad otorga a la acumulación de riqueza personal con base en méritos como el trabajo y la innovación, y el rechazo a aquélla obtenida por privilegios como el nepotismo y el compadrazgo.

Ojalá estas vacaciones se tome unos días para leer el nuevo libro del profesor Macario Schettino, El fin de la confusión: doscientos años de errores interesados que han impedido el desarrollo de México.

A falta de espacio para reseñar el libro completo, mencionaré un tema crucial para entender la realidad mexicana; uno que muchos mexicanos percibimos cotidianamente pero pocos dilucidan con tanta claridad como Schettino: la legitimidad de la riqueza.

La aceptación de que cualquier persona, sin importar su origen, puede legítimamente acumular riquezas.

La legitimidad de la riqueza se refiere a la validez o aprobación que una sociedad otorga a la acumulación de riqueza personal con base en méritos como el trabajo y la innovación, y el rechazo a aquélla obtenida por privilegios como el nepotismo y el compadrazgo.

Se trata, dice el autor, de “la aceptación de que cualquier persona, sin importar su origen, puede legítimamente acumular riquezas. O más claramente: que todas las personas son iguales en este aspecto.” Para no ir muy lejos, una sociedad que legitima la riqueza, premia los méritos y desprecia los privilegios.

Esta fórmula es relativamente nueva en la historia de la humanidad. Comenzó con el desgaste paulatino de las monarquías europeas entre los siglos XV y XVIII –cuya legitimidad era divina–, posteriormente se fortaleció con el surgimiento de los valores burgueses y, finalmente, se consolidó en la Revolución Industrial. En pocas palabras: cuando los monarcas no pudieron seguir evitando que la gente acumulara riqueza por sus propios medios, la riqueza independiente adquirió dignidad. Otros elementos la propiciaron –la Ilustración, el liberalismo clásico, la migración hacia las ciudades, el avance tecnológico, etcétera–, pero en esencia, lo que la fraguó fue la decadencia de una autoridad moral autoproclamada que no pudo limitar la búsqueda de libertad de algunos individuos valientes.

En México, como seguramente usted sospechará, esto no ha sucedido. Si bien cada vez hay más desprecio general por la riqueza inmerecida –los conflictos de interés que hoy rodean al gabinete presidencial son un buen ejemplo–, este rechazo es más oportunista que estructural y no se sigue por su contraparte: la aceptación de la riqueza meritoria.

La falta de legitimidad de la riqueza se ha expresado de múltiples maneras a lo largo de nuestra historia. De entrada, podemos referir todo el período colonial (y si quisiéramos también el prehispánico) pues fue una época donde la riqueza dependía del binomio Iglesia-Monarca. La encomienda, por ejemplo, fue un sistema de extracción de riqueza en el que unos pocos allegados a las élites quitaban los frutos del trabajo a unos muchos.

En la época independiente, la cosa no cambió. Si bien llegaron –un siglo tarde– algunas ideas liberales, los dos grandes dictadores del siglo XIX –Benito Juárez y Porfirio Díaz– refrendaron las estructuras coloniales. Juárez quitó poder a la Iglesia, sí…pero no para darlo a las instituciones seculares, sino a él mismo. Díaz, por su parte, hizo un esfuerzo modernizador de la economía, pero sin perder el control político. Así, la riqueza bajo ambos dictadores floreció –otra vez, para los selectos allegados– en el seno del poder político.

Quizá el esfuerzo sistemático más exitoso por deslegitimar la acumulación independiente de riqueza se dio en el régimen postrevolucionario, o sea, en el PRI hegemónico del siglo XX. El PRI no sólo introdujo sueños de justicia social de corte marxista en los que el capitalismo era malo, sino estructuras extremadamente verticales y jerárquicas –sindicatos, centrales campesinas, universidades públicas, concesionarios– que extraían riqueza a quienes no eran parte de esas estructuras (igualito que en la encomienda colonial).

No es sorpresa que bajo ese PRI –en armonía con el statu quo– las grandes fortunas en México se consolidaran al amparo del Estado. Todos los grandes empresarios en la historia de México se hicieron por asociación con los políticos. De ahí que en México nunca haya habido Steve Jobs ni George Mitchells, sino concesionarios, líderes sindicales, compradores de monopolios, herederos, expresidentes, exgobernadores, etcétera.

La falta de aceptación por la riqueza independiente es visible hoy. Tenemos un país con escasa movilidad social, compadrazgo, racismo, clasismo, religiosidad anti-científica y animadversión general contra la figura del “empresario”. Resulta normal, pues, que se vea con antipatía a los ricos bien hechos, pero se celebre a los Robbin Hoods, a los líderes dizque sociales, a los criminales, a los agiotistas, etc.

Debemos legitimar la riqueza. En esencia, se trata de promover instrumentos –legales, culturales, educativos, políticos, sociales, tecnológicos– que conviertan a la búsqueda merecida de riqueza en un ideal. Más aún: que en México cualquiera que así lo desee pueda hacerse rico trabajando e innovando, sin importar el apellido, el color de piel, o las conexiones sociales; es decir, sin importar los tradicionales y aún vigentes privilegios.

*Este artículo se publicó el 18 de diciembre del 2014 en Forbes: Liga