27.10.14

La Dictadura Imperfecta

Foto: La Dictadura Perfecta
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La película de Luis Estrada asegura que la televisión puso a Peña Nieto en los Pinos, una falacia infantil avanzada por la izquierda que perdió la elección.

La Dictadura Perfecta de Luis Estrada hace una suposición anacrónica sobre el poder de la televisión; un cálculo que los teóricos de la comunicación de masas desmintieron hace mucho y que hoy figura esporádicamente en las discusiones serias sobre el poder de los medios; a saber, que la televisión manipula, sin resistencia, las voluntades políticas de sociedades enteras.

Esta suposición, conocida como la teoría de la aguja hipodérmica, tiene aproximadamente 100 años y antecede a la televisión. Se formuló en Estados Unidos después de la Primera Guerra Mundial por un grupo de sociólogos de la Universidad de Chicago encabezado por el profesor Harold Lasswell. El propósito era estudiar los efectos de la propaganda en tiempos de guerra.

Lo que está en duda no es la proclividad de la televisión a decir mentiras, sino el efecto que éstas tienen en el receptor.

En su libro, Propaganda Techniques in the World War, Lasswell afirma que la propaganda permite manipular, de manera directa y mecánica, los servilismos y fidelidades militares de toda una sociedad, pues los individuos que la componen –hombres aislados y abstractos, según Lasswell– carecen de filtros para discernir la verdad de la mentira.

Años después, la teoría se basó en un modelo de comunicación vertical y unidireccional que idearon los matemáticos estadounidenses Claude Shannon y Warren Weaver. Según ellos, el mensaje sale del emisor y llega directamente al receptor. No intervienen factores externos –salvo quizá un poco de ruido–, no hay reciprocidad en la comunicación, los receptores son homogéneos y pasivos, el emisor siempre obtiene lo que busca, etcétera. La analogía de la aguja hipodérmica es clara: los medios inyectan su mensaje directamente en la audiencia. Un modelo, hoy se sabe, demasiado simple.

Aunque Lasswell basó su teoría en los medios masivos del momento –radio y prensa–, sus adeptos la aplicaron a la televisión unas décadas más tarde. Hoy, pseudo-filósofos como Noam Chomsky siguen profesando estas presunciones, por cierto muy bienvenidas en países como México donde pululan las teorías de conspiración.

Lo que está en duda no es la proclividad de la televisión a decir mentiras, sino el efecto que éstas tienen en el receptor. Uno de los máximos críticos de la teoría hipodérmica es el semiólogo italiano Umberto Eco, cuyo estudio Obra Abierta no sólo desmintió para siempre los modelos verticales de la comunicación, sino que revolucionó el debate sobre el poder de los medios. La tesis principal de Eco es que no todos los receptores son iguales; cada uno tiene sus propios códigos de significación y cada uno interpreta los mensajes de manera distinta; dos individuos jamás reciben el mismo mensaje –un serio obstáculo al propósito manipulador de la televisión.

Pero no vayamos tan lejos. Aprovechemos la película de Estrada para hacer una medición. La cinta asegura que la televisión puso a Peña Nieto en los Pinos, una falacia infantil avanzada por la izquierda que perdió la elección –proferida por AMLO en incontables ocasiones.

Según la Encuesta sobre Penetración de la Televisión Abierta en los Hogares (EMPETAH) del INEGI, en el 2012 –año de la elección–, 95% de los hogares en México contaban con televisión; y según el Estudio de Mercado de Televisión Abierta en México del CIDE, 94% de las concesiones televisivas estaban en manos de Televisa y TV Azteca, de modo que el 89% de los hogares en México recibieron la señal de por lo menos una de estas dos televisoras en aquellos años.

Bien. En esa elección votaron alrededor de 50 millones de mexicanos. De acuerdo con los números anteriores, podemos asumir que prácticamente todos los votantes tenían televisión y que a todos les llegaba la señal de Televisa y TV Azteca, aunque no podemos saber exactamente cuántos votantes vieron la televisión, ni cuántas horas estuvieron expuestos a las campañas políticas (contra-argumento que, en cualquier caso, niega lo que pretende afirmar: si muy pocos vieron la tele, aún menor el poder de ésta).

Supongamos ahora que la acusación de la película es cierta y que la televisión es omnipotente… ¿cómo es que Peña Nieto sólo obtuvo 19 millones de votos, ó 38% del total? Visto a la inversa: ¿cómo es que el 62% de los votos –casi dos terceras partes– se repartió entre candidatos que no eran Peña Nieto?

Que él haya ganado es irrelevante. La gran mayoría de los votantes –prácticamente todos con televisión en sus hogares– NO votó por él; la mayoría votó por AMLO, Quadri o Josefina. Lo cual invita a tres posibles conclusiones: a) que la televisión no es tan efectiva en la persuasión del voto; b) que, como decía Eco, cada quien interpreta el mensaje como se le antoja; c) que, contrario a lo que Estrada y AMLO con sobrada arrogancia sospechan, en México no habitan 120 millones de animales.

La película de Estrada es un insulto a nuestra inteligencia, una subestimación de nuestra voluntad política. Se trata de una consideración elitista –muy concurrida por esa izquierda irredenta a la que pertenece Chomsky– donde la democracia no sirve, y donde las audiencias son incapaces de pensar, sentir y votar.