25.06.19

Farsantes

Compartir:
Tamaño de texto

El nuevo régimen y el cuento de la justicia social.

Cada vez es más evidente que elegimos a un gobierno embustero: gente ávida de poder que usa un cuento de redención social para su propia preeminencia. Qué descubrimiento, dirán, así es el poder. Y sí, con matices. Por eso –y he errado antes en ello– nunca debe dársele el beneficio de la duda ni creérsele sus cuentos. Acaso aplaudirle si acierta, y no demasiado, pues se vuelven inminentes la complacencia y el abuso. La regla es: a más beneplácito, mayor riesgo.

En efecto ya no nos gobierna el neoliberalismo y sus ladrones. Pero el cuento obradorista es más cínico, una reformulación postmoderna del marxismo, muy propia de los años setenta. Si el original concebía a la historia como una lucha de clases en términos de explotación, el reajuste la concibe como una lucha de grupos en términos de dominación. En el fondo es lo mismo. Con la excusa de “salvar” al oprimido –del cual se dice parte– el embaucador pide el poder. Y ya conocemos las consecuencias. Jamás le interesa el oprimido: lo usa como coartada (y luego lo mata de hambre o peor). Por eso el liberalismo ha sido infinitamente más noble: entiende que el poder no puede salvar a nadie, al revés; hay que limitarlo para que el individuo florezca.

Con la excusa de “salvar” al oprimido –del cual se dice parte– el embaucador pide el poder.

Lo anunció Dostoievski –a través de la figura de Verjovenski– en Los endemoniados: las mentes conspiratorias y agraviadas pueden manipular a sociedades enteras, llevarlas al nihilismo y abrir la puerta al terror. Es el preámbulo de Lenin y demás aberraciones del siglo XX. No vaticino nada, espero no se malentienda: afortunadamente la nueva clase política mexicana –es un decir, pues es la misma de siempre, pero disfrazada– no tiene la capacidad organizacional de aquellas sociedades, pero la concepción del poder como mecanismo de desagravio es la misma.  

En esa dialéctica histórica, por ejemplo, diversos grupos de intelectuales y académicos afines al nuevo régimen entienden la llamada movilidad social (o movilidad de clase) como un artilugio de venganza, no como un llamado al individuo a hacerse responsable de su destino, incluyendo acotar al poder para que le facilite oportunidades y no le estorbe, como sanamente la conciben las sociedades decentes y justas. Aquí es al revés: el poder es el que debe ejercer ese desquite… en nombre de los oprimidos. A partir de ahí, catalogan y etiquetan a los opresores imaginarios por apariencia y perfil. Usted no es una persona, es miembro de un grupo privilegiado. Ninguna consideración por la historia personal. De ahí se sigue la destrucción de instituciones, reputaciones y carreras, como ya vemos en abundancia. La gran contradicción de estas formulitas –y es engorroso tener que repetirlo, después de tanta historia– es que el supuesto oprimido invariablemente se vuelve opresor. Digo “supuesto” porque en el caso de México, lo sabemos, es un disfraz gatopardista: ahí siguen los mismos políticos de siempre, ahora enmascarados de guerreros de la justicia social. Los verdaderos desfavorecidos –los indígenas y campesinos y pobres y migrantes y trabajadoras del hogar, cuyas desgarradoras historias han sido descaradamente explotadas por el nuevo régimen– sólo verán cómo se añaden grupos a sus filas: científicos, técnicos, funcionarios, madres solteras, artistas, soldados, becarios, discapacitados, trabajadores sociales, como ya es patente. El sistema apunta, en efecto, a destruir privilegios… salvo los del politburó y sus socios – esos pobres oprimidos.

*Este artículo se publicó el 20 de junio en Reforma: Liga