20.06.18

Eterno pendiente

Compartir:
Tamaño de texto

El papel del próximo presidente.

Más allá de la coyuntura actual y las vicisitudes temporales (escribo estas líneas sin saber quién será el nuevo presidente) México tiene un gran pendiente: un nudo visceral –quizá de nacimiento– que no hemos podido desanudar. Ni los trescientos años virreinales, ni los caudillos decimonónicos, ni la Revolución y su régimen heredero, pudieron aclararlo: ¿Quiénes somos? Más aún: ¿quiénes somos y qué queremos? ¿Qué queremos y adónde vamos?

El asunto de la identidad nacional es tan viejo como el choque de civilizaciones que nos engendró. Lo han estudiado filósofos, historiadores, antropólogos y poetas: desde Samuel Ramos y Octavio Paz, hasta Claudio Lomnitz y Roger Bartra. Su logro es haber descubierto ese vacío y revelado esa ausencia; y desde ahí, acaso dilucidar sus formas y manifestaciones, sus expresiones idiosincráticas, sus corolarios. Pero todos coinciden en que somos adolescentes – adolecemos de un pacto de identidad. Si en un inicio nos refugiamos en la contrarreforma y el catolicismo, si llegamos tarde al liberalismo y terminamos en manos del nacionalismo revolucionario, fue porque buscábamos cobijarnos de la incertidumbre pueril. Pero aquellas fórmulas fracasaron –unas a mi juicio más que otras– porque no lograron definir qué significa ser mexicano: aún un enigma.

¿Quiénes somos, qué queremos y adónde vamos?

Así, tenemos un país sin comunidad, en el sentido estricto de la palabra: un país con exigua fraternidad, patente en la enorme desigualdad material, el odio en las calles, la incapacidad para el debate, el racismo, la violencia y, acaso principalmente, un aterrador sentimiento de orfandad y desamparo. No hemos logrado forjar una narrativa común –más allá de dignas expresiones de cultura popular– hecha de anhelos y aspiraciones que nos sume a todos: un punto de encuentro entre el industrial regiomontano y el indígena lacandón, entre el intelectual capitalino y el pescador tropical, y demás formas de vida circunscritas en eso que ambiguamente llamamos México. Porque sólo en harmonía, esa pluralidad adquiere sentido; su contraparte, la esquizofrenia, es una olla exprés lista para el sectarismo y el derramamiento de sangre.

El engaño, sin embargo, es creer que esa identidad puede imponerse o, en el mejor de los casos, fabricarse. Y ése fue el grave error de los modelos previos, sobre todo del último: el nacionalismo revolucionario. La prueba de que aquel régimen no fue una expresión inevitable de nuestra cultura sino al revés, que la cultura resultante fue más bien una elaboración interesada del régimen, es que su aparato propagandístico empleó una amplia gama de elementos educativos y estéticos para adoctrinar a la población, muchos de los cuales venían de tierras muy remotas, como el realismo socialista soviético, y otros de tierras cercanas, como el suburbanismo estadounidense. Incluso las figuras propias –Pedro Infante, María Félix, el héroe agachado del altiplano– eran caricaturas de un nuevo nacionalismo que pretendía incluir a todos (y de paso extraerles rentas), pero que jamás lo logró… precisamente porque era impostado e impuesto, como todos los colectivismos. Así, la identidad nacional se pretendió crear desde el Estado y no el Estado desde la identidad nacional, como sucedió en las sociedades modernas.

Derrumbado ese hegemón, reapareció la misma carencia de siempre, nuestra deuda eterna con nosotros mismos. Por eso abundan líderes nostálgicos que nos quieren regresar a un pasado promisorio –que jamás existió, o sólo como un gran mito abrigador y autoritario–; y otros tantos que ofrecen un futuro utópico, que tampoco existirá.

Pero ahora apostamos por algo diferente: la democracia liberal; un sistema que, si bien también fue acogido, admite lo que nos atañe: la construcción auténtica de la comunidad. En la democracia –aun en las precarias como ciertamente lo es la nuestra– es el pueblo el que tiene que ponerse de acuerdo solo y consigo mismo hasta alcanzar la anhelada convivencia. Y eso, es construir comunidad, aunque para infortunio de los impacientes, tome mucho tiempo: a Francia e Inglaterra varios siglos desde el advenimiento de la Modernidad. Mientras tanto, me preguntan, ¿cuál es el papel del nuevo presidente? Simplemente garantizar ese tiempo y ese espacio. Y nada ha sido más efectivo para ello que justamente los valores modernos: libertad e igualdad. De mercado y de expresión, en lo primero; jurídica y de oportunidades, en lo segundo. El ganador, sea quien sea, tendrá que procurarlos y protegerlos, so pena de dejar calentar la olla hasta el punto de ebullición.

 

*Este artículo se publicó en el número de julio-agosto del 2018 de la revista Tec Review.