14.07.16

Estados Unidos no es Weimar

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Medios, academia, intelectuales públicos, el establishment cultural, empresarios y hasta políticos republicanos, están volcados en un esfuerzo conjunto para impedir que Trump llegue al poder.

A medida que la carrera electoral en Estados Unidos se intensifica, observamos cada vez más responsabilidad de los actores de poder, incluidos los medios, la academia, los intelectuales públicos, el establishment cultural, los empresarios y hasta políticos republicanos, volcados en un esfuerzo conjunto para impedir que Trump gane. Es una muestra extraordinaria de virtud republicana que debería servirnos de ejemplo, porque no se trata de una élite que destruye a un salvador popular para perpetuarse, sino una que aboga por los preceptos constitucionales.

Al comienzo de la irrupción demagógica, el mundo veía con una mezcla de pena, resignación, miedo y frustración cómo la élite estadounidense –particularmente los medios– no sólo permitían con pusilanimidad e indolencia el vertiginoso ascenso de Trump, sino que lo alentaban: Los medios oportunistas inflaban al embaucador dándole más tiempo aire que a los precandidatos menos rentables; los políticos frívolos, uno tras otro, lo patrocinaban bajo el pretexto engañoso de no menoscabar la “voluntad popular”; los intelectuales y académicos soberbios se mostraban despreocupados, subestimando a Trump como una broma efímera; y algunos líderes sociales siniestros catalogaban sus propuestas más disparatadas como “valientes”. Por un momento, la amenaza no sólo pareció posible sino, irónicamente, probable. El populista hacía y decía lo que quería sin delación.

A Trump ya lo desaprueba más del 70 por ciento de los estadounidenses, empezando por los grandes líderes de opinión y las cabezas de ese polígono que C. Wright Mills llamó “la élite del poder.”

Después entró la gran maquinaria democrática estadounidense, ese crisol de grupos de poder y asociaciones que Alexis de Tocqueville tanto admiró, donde diversos intereses se jalonean, desafían y debaten, y donde nada pasa sin escrutinio. El evento apoteótico fue quizá la injuria racista que Trump profirió contra el juez federal de origen mexicano Gonzalo Curiel. No fue tanto una gota que derramó el vaso sino una que por sí sola atentó contra el pacto comunitario estadounidense, donde –al menos simbólicamente, no sé si efectivamente– todos se juran hijos de una misma nación. Al minuto siguiente se levantaron voces que habían pernoctado para vestir a Trump de ignominia. Los medios que lo habían apoyado se volcaron contra él, especialmente Fox y CNN. Los que lo habían criticado desde el principio, redoblaron esfuerzos. En la contención están los medios independientes y de centro-izquierda, notablemente el Huffington Post, Slate y The Nation; los conservadores, principalmente el National Review; los nacionales, sobre todo el Washington Post, cuya guerra contra Trump ya es abierta después de que éste le revocara sus credenciales de cobertura por haberlo cuestionado; y finalmente los del alto periodismo de opinión: Atlantic, Harper’s, New Republic, New Yorker, etc. La crítica es constante, incisiva, mordaz. No hay escapatoria.

También los políticos. Además de los obvios, incluido el propio Presidente Obama y algunos pioneros íntegros del partido republicano –como Mitt Romney y Lindsey Graham– que desde el principio advirtieron la locura, el movimiento antitrumpista en el seno del partido cada vez gana más adeptos; se trata de un bloque de guardianes decididos no sólo a impedir su presidencia, sino su mera candidatura, lo cual es aún legalmente posible. Incluso aquellos que con muchas dificultades lo terminaron apoyando –más por camaradería que por convicción–, como el Presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, no titubearon en lanzar sus diatribas; otros, como el Senador Mark Kirk, de plano retiraron su frágil voto de confianza.

A ellos se suman cientos de asociaciones religiosas, de género, de derechos civiles, pro-minorías, think-tanks, artistas, militares y empresarios. La prueba inequívoca es que el discurso de Trump tras la masacre de Orlando –una gran oportunidad para que su arenga xenófoba y homofóbica se fortaleciera– no tuvo ninguna resonancia, al contrario, lo hundió más. Hoy, según las encuestas, Hillary –que no es ninguna buena candidata y cuya desaprobación ronda el 50 por ciento– tiene una buena (aunque no definitiva) ventaja. Eso, porque a Trump ya lo desaprueba más del 70 por ciento de los estadounidenses, empezando por los grandes líderes de opinión y las cabezas de ese polígono que C. Wright Mills llamó “la élite del poder.”

En algún momento se equiparó al Estados Unidos del siglo XXI con la República de Weimar, el preámbulo del ascenso Nazi, donde los paladines de la democracia cedieron atemorizados; o, más grave, con repúblicas bananeras como Bolivia, Venezuela y Ecuador, donde caudillos usurpan el poder sin resistencia. La verdad es que fue una hipérbole, aunque una acaso oportuna para activar las alarmas. No es que la amenaza sea inocua –su sola existencia apunta a una innegable crisis–, pero las señales de una democracia vibrante, crítica, aguda, con instituciones sólidas, debate, escrutinio y sobre todo una élite responsable, están ahí y la pueden detener. Espero, por supuesto, no equivocarme.

*Este artículo se publicó el 24 de junio del 2016 en Animal Político: Liga