15.01.15

Epifanía cubana

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Sin omitir las terribles deficiencias que aún padecemos, le aseguro que México apostó bien con la transición. Lo invito a visitar Cuba si no me cree.

Conocí Cuba estas vacaciones y déjeme decirle que, a pesar del sombrío ánimo con el que cerramos el año pasado y de los malos augurios con los que empezamos éste, nunca me había sentido tan afortunado de vivir en México. Fuera del folklore cubano –calidez, fiesta, música, humor, buen clima– y sin olvidar su gran tradición literaria y la majestuosa arquitectura de La Habana Vieja, las interminables adulaciones a “la revolución” en televisión nacional cubana difícilmente engañan a un mexicano de mi generación. Aunque estuve una semana, bastaron escasas horas en la isla, apenas un par de charlas con los locales, para sentir una casi patriótica gratitud por las virtudes que hemos alcanzado con nuestra incipiente –aunque inconclusa y defectuosa– democracia liberal.

En el crespúsculo de Iguala y los conflictos de interés que envuelven al Presidente, esta gratitud probablemente suene inverosímil. Pero no sugiero que México sea el paladín de la libertad o que haya alcanzado un nivel democrático remotamente deseable –compararlo además con una de las dictaduras más longevas del siglo XX quizá sea ventajoso y autocomplaciente– sino dar cuenta de que hemos obtenido logros muy dignos y que lo último que queremos es ceder a una desilusión que revierta el avance. En pocas palabras, en Cuba aprecié –por contraste– muchas libertades…libertades que en México damos por sentadas pero que costaron mucho y vale la pena celebrar. Sin más intención que la de levantar el ánimo y el optimismo, necesarios ambos para mantener a flote nuestro proyecto democrático, mencionaré dos.

En Cuba no existen ni la voluntad ni los sueños independientes. No existe el querer ser.

La epifanía comenzó al encender la televisión en mi cuarto de hotel. A pesar de ser periodista y comunicólogo (llámeme ingenuo), no sospechaba el nivel de bombardeo mediático al que son orwellianamente sometidos los cubanos: interminable propaganda revolucionaria. La televisión muestra eternamente –como las telepantallas del partido en la Oceania de Orwell– programas políticos: remembranzas religiosas de actos públicos de Fidel. Todas las noticias –incluyendo las recientes sobre el restablecimiento de relaciones con Estados Unidos– son mentiras…y todas las confecciona el Estado. En un programa de “análisis”, por ejemplo, escuché que las relaciones bilaterales con E.U. se habían logrado restablecer gracias a la presión que muchos líderes mundiales, en solidaridad con Raúl, habían ejercido sobre el imperio yanqui. En el engaño también participan cadenas nacionales venezolanas, mismas que, dicho sea de paso, dedican valiosa parte del tiempo a difamar al gobierno mexicano. Así, los cubanos me preguntaban atormentados sobre la “tragedia” de Ayotzinapa, pero desconocían la crisis humanitaria que vive su benefactor Venezuela.

Sin demeritar lo anterior, la más dolorosa de las carencias que vi –una libertad elemental en las democracias capitalistas– es la referente a los deseos individuales. Ésta, la más básica de entre las libertades, ha sido aniquilada por el castrismo. En Cuba no existen ni la voluntad ni los sueños independientes. No existe el querer ser. Puesto que todos los productos y servicios los provee (previsiblemente mal) el Estado, y están prohibidas la propiedad privada, la libre empresa y la acumulación de riqueza, no existe ninguna aspiración vocacional, ningún anhelo profesional. Gana lo mismo un neurocirujano que estudió 15 años, que un mesero que sirve daiquiris en La Floridita. “La Revolución es abnegación”, leía un inmenso cartel dentro de un palacio de gobierno. Para las democracias liberales eso significa –en imperativo– “olvida tu vocación…los sueños no existen… eres prisionero de esta igualdad forzada.” La utopía revolucionaria se equivocó en pensar que el capitalismo es un método. No lo es –es una inevitable tendencia humana. En Cuba vi lo contrario: vi la naturaleza de miles de hombres –queriendo soñar, crecer, producir, buscar, encontrar– ser artificialmente reprimida.

A raíz de Iguala, la democracia liberal en México se vuelve a ver con escepticismo (Woldenberg). Es un error. Muchos mexicanos subestiman estas libertades “de pensamiento” y “de vocación”, pero sacan de la ecuación que no siempre las tuvimos. No olvidemos el severo adoctrinamiento que nos asestó la hegemonía priista durante el siglo XX, cuyo control de los medios –instrumentos al servicio del Estado– era total y, que aún hoy, algunos cínicos añoran con nostalgia. Tampoco olvidemos la orientación colectivista, profundamente anticapitalista del siglo pasado; recordemos los horrores del proteccionismo, el sindicalismo, el corporativismo –utopías equivocadas, como la Cubana– que llevaron a miles de mexicanos a exigir en vez de producir, a extraer en vez de generar, a seguir órdenes de líderes en vez de pensar. Sin omitir las terribles deficiencias que aún padecemos –inequívocas señales del trecho por recorrer– le aseguro que México apostó bien con la transición. Lo invito a visitar Cuba si no me cree.

*Este artículo se publicó el 12 de enero del 2015 en Animal Político: Liga