16.10.20

El dominó de las estatuas

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Sobre la destrucción de monumentos y estatuas.

El derribamiento de estatuas y monumentos es antiguo. Una turba inglesa tiró al río una estatua del rey Jacobo II tras ser derrocado en 1688. Pero ha resurgido en forma de catarsis progresista. El alegato principal es el desagravio: retirar efigies que representan un pasado ominoso ayuda a cerrar heridas – un alegato esencialmente moral, como todo el neoprogresismo.

Es discutible si así se subsanan heridas, sobre todo con tanto especialista en mantenerse ultrajado durante siglos. Al menos han surgido soluciones más creativas: el artista británico Hew Locke prefiere añadir ornamentos a las estatuas para enfatizar la ignominia; la ciudad de Beirut prefiere mantener los vestigios de la guerra civil libanesa como recordatorios de la barbarie; algunos países africanos les añaden placas condenando los crímenes. Pero supongamos que derribarlas es la mejor cura. El filtro entonces es: ¿quién es el ofendido y por qué?

Hay casos más que razonables: las víctimas de dictaduras, genocidios, ocupaciones, purgas, esclavitud. Nadie decente cuestionaría al Congo sobre las estatuas del sanguinario Leopoldo II. ¿Pero qué pasa cuando se complace a iconoclastas histéricos que consideran a Winston Churchill un vulgar opresor blanco y no el insigne vencedor de una terrible malevolencia? ¿O a quienes ven en James Madison y Thomas Jefferson mercachifles esclavistas y no arquitectos del mayor experimento republicano de la modernidad, uno que justamente sentó las bases liberales para abolir la esclavitud?

¿Quién es el ofendido y por qué?

La ocasión, me temo, abre la puerta al jacobinismo imbécil que tomó por asalto al mundo. Y está íntimamente ligado a la cultura de la cancelación. Tarde o temprano se empieza a discutir si no habría también que vandalizar las estatuas de Cervantes por “racista”, como ya sucedió, y, claro, después sus obras. Ya conocemos el enorme poder destructor de los inquisidores: prestada la oportunidad clausuran exhibiciones, desmontan pinturas y retiran libros, como hizo hace poco la escuela Tàber de Barcelona con La bella durmiente (uno de mis cuentos favoritos) por misógina.

La invitación llama también a los nuevos demagogos. México comienza a ver ese melodrama justiciero disfrazado de revisionismo histórico. Que empecemos con Cristóbal Colón bien sugiere la ruta: satanizar nuestra mitad europea, esa que no existe en los cuentos del nacionalismo revolucionario y las razas de bronce, al tiempo que el poder civil real y secular atropella a los indígenas de carne y hueso hoy. Uno puede imaginarse el patrón, sobre todo si el juez dice ser encarnación de ese pueblo agraviado.

Ya, se puede abrir el debate, sólo evoquemos la advertencia de Hitchens: “Los decididos a ofenderse descubrirán una provocación en alguna parte. No podemos ajustarnos lo suficiente para complacer a los fanáticos, y es degradante intentarlo.” Por eso, ha sido más lúcida la respuesta de Macron: la República francesa “no borrará ningún rastro o nombre de su historia. No olvidará ninguna de sus hazañas ni derribará estatua alguna… pero será implacable con los crímenes discriminatorios hoy.”

*Este artículo se publicó el 16 de octubre del 2020 en Etcétera: Liga