05.06.18

Consuelo para disidentes

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En estos tiempos de multitudes opresoras.

La libertad es una causa habitualmente abanderada por disidentes solitarios en contra de mayorías despóticas. Mi padre –un liberal– me contaba de niño que Oscar Wilde siempre dudaba de sí mismo cuando la mayoría le daba la razón. Wilde terminó en las cárceles morales de la era victoriana por defender su libertad ante las convenciones. Luego descubrí las Cartas a un joven disidente de Christopher Hitchens, la forma epistolar que Rilke había regalado a jóvenes poetas, vuelta consuelo para espíritus críticos. ¿Por qué consuelo? Las mentes independientes inevitablemente se enfrentan a consensos estúpidos, tesis multitudinarias, escarnios y otras formas de opresión tribal, ante las cuales les alienta recordar que es perfectamente válida la opinión propia; más aún: que es deseable.

Cuánta falta hace este consuelo en México. Como maestro, veo a mis alumnos asediados por la intolerancia endémica, esa que también pulula en las calles y medios de comunicación. A menudo les da pena decir por quién votarán, so pena de mofas, afrentas e injurias del beneplácito colectivo. La presión social de una masa que se adjudica la verdad objetiva los incita a callar o mentir, según el contexto. Aun sin llegar al miedo (no estamos en Afganistán), los invade la vergüenza, indicio de que tanto en ellos como en los opresores no reside –porque no ha sido inculcado, sospecho– el valor de la libertad. En los primeros, para defender sus convicciones; en los segundos, para domar el impulso recriminatorio. Sucede con todas las predilecciones, cada una con sus particularidades.

Las mentes independientes inevitablemente se enfrentan a consensos estúpidos, tesis multitudinarias, escarnios y otras formas de opresión tribal.

Acaso –por obvias razones– los más perseguidos ahora son los votantes de Meade, como si ese sufragio fuera intrínsecamente inmoral o ignominioso. Jamás votaría por Meade, pero ciertamente admiro –aunque no sin cuestionar– al alumno que llega a esa conclusión por sí mismo y puede argumentarla, sobre todo teniendo la carga de la prueba encima. Ahí está la clave. Como apuntaba Hitchens, “la esencia de la mente independiente no yace tanto en lo que piensa sino en cómo piensa.” Le pasó a él mismo cuando defendió la segunda intervención en Irak, a todas luces una tesis controvertida y al final equivocada. Sin llegar a la obcecación –pues admitía sus errores– era suficientemente valiente para decir: “Mi opinión es justa para mí, y reclamo el derecho a defenderla contra cualquier consenso, cualquier mayoría, en cualquier lugar y cualquier momento. Y quien no esté de acuerdo con esto puede sacar un papelito, formarse en la fila… and kiss my ass.” Va en línea con el principio voltaireano de preservar el espacio para disentir. El primer paso es arribar a una conclusión propia, luego sostenerla; si en el tiempo o ante la evidencia no se mantiene, recapacitar.

Acá al revés. Más energía para evangelizar a los otros que para defender las convicciones propias. Para lo primero, vehemencia e ímpetu; para lo segundo, pusilanimidad, o, en el peor de los casos, sometimiento. No es fortuito: somos una cultura política de tradición colectivista. Nuestra educación no fue liberal: no sólo es la falta de distancia crítica –y por consiguiente, de resolución para defender las tesis personales– sino la disposición a volvernos catequistas a favor de la norma, quijotes de pautas forjadas casi siempre por esas muchedumbres conminatorias, conducidas a su vez por líderes con intereses particulares que sí se atrevieron a pensar, pero cuyas causas no siempre son nobles. Por eso –concluye el consuelo– “sospecha de aquéllos que emplean el término ‘nos’ o ‘nosotros’ sin tu permiso. Es una forma de reclutamiento subrepticio. Siempre pregunta quiénes son esos ‘nosotros’; muy a menudo es un intento por introducir el tribalismo en la usanza.”

Para los alumnos, la encomienda es clara: pensar y dejar pensar a otros por sí mismos, desestimando lo que diga la masa y especialmente la figura más próxima de “autoridad”: el profesor. ¿Para los profesores? Defender, promover, inculcar ese arrojo: enseñarlos a desafiar a las aglomeraciones mentales. ¿Queremos hombres libres o súbditos?

*Este artículo se publicó el 2 de junio en Reforma: Liga