27.04.17

Carencia de Duarte

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¿Qué hay detrás de un político como Duarte?… O más bien, ¿qué no hay?

Sin eximir al sátrapa de su propia incontinencia, ni al sistema de las fallas orgánicas que permitieron su corrupción, cabe preguntarnos cómo es que engendramos algo así. Es una pregunta que habitualmente postergamos porque venimos de una tradición que suele disociarse de los políticos, como si fueran entes foráneos que un día en el remoto pasado nos conquistaron y de los cuales no nos hemos podido librar.

Escaparíamos de la responsabilidad si fuera un caso aislado, pero además de Duarte produjimos –sólo en esta generación– a otro Duarte, a un Moreira, un Granier, un Padrés y un Yarrington, encima de históricos Alemanes, Echeverrías, López Portillos y Salinas. La tragedia de Duarte nos cita a preguntarnos –si nos interesa– por qué: ¿Por qué no hemos producido –para darle una perspectiva histórica– Churchills, Roosevelts y Havels, y sí Borges, Medinas y Montiels?

En México un esfuerzo organizado para promover el desarrollo de los talentos políticos.

Soslayarlo no sólo nos cobija con indolencia, sino que pospone la producción de buenos gobernantes. No estamos generando los políticos y líderes que un país con las dimensiones geográficas, económicas y demográficas de México requiere. Si antaño –cuando éramos un país en los confines de la modernidad– era entendible, hoy, que nos disponemos a ser una de las diez mayores economías en el mundo, es inadmisible. Ofrezco una hipótesis que no necesariamente compite con otras.

Tras revisar la biografía del más abultado (en cuerpo y pecado) de los Duarte, sostengo que mucho tiene que ver su falta de educación. No me refiero a la educación académica, por supuesto: Duarte es licenciado en derecho por la Ibero, maestro en ‘gestión pública aplicada’ por la Escuela de Gobierno del Tec y doctor en ‘economía e instituciones’ por la Complutense de Madrid… lo cual ciertamente dice mucho sobre la utilidad de estas instituciones. No. Me refiero sobre todo a la educación cívica, a la ética pública y a la cultura. El perfil de Duarte exhibe un profundo vacío de cultura y sensibilidad, ese moverse de forma natural –como la definía Spengler– entre los productos culturales que pertenecen espiritualmente a la personalidad.

Creo que esta ausencia explica, en parte y a nivel personal, el obsceno y pedestre saqueo que perpetró Duarte: decenas de propiedades de mal gusto, joyas churriguerescas, prendas abigarradas y hasta los ornamentos, muebles y vajillas de la residencia oficial de Veracruz, por no mencionar cuadros de Botero. No podríamos esgrimir mejor lema de esta carencia cultural que la desesperada demanda de su señora esposa: “sí merezco abundancia, sí merezco abundancia”, prueba inequívoca de un hambriento complejo de inferioridad.

Duarte perdió a sus padres muy joven y no parece haberlo arropado un entramado de instituciones –familia, clubes sociales, medios de comunicación, asociaciones y academias– que le transmitiera los valores del buen gobierno. Pero eso es porque en México no lo hay. No yace, como debería, en los partidos políticos ni en las universidades, tampoco en las familias ni en las organizaciones sociales. No educamos a nuestros políticos (o futuros políticos) para gobernar, como sí lo hacen –normalmente en la tradición de las artes liberales– los países que producen Churchills y Roosevelts. Nos ha tenido sin cuidado. Con esto no sugiero –espero no se malentienda– que los malos gobernantes sean engendros exclusivamente nuestros, o que su corrupción no tenga causas más profundas, simplemente que nunca nos ha preocupado su formación.

La educación sentimental de nuestros políticos es anacrónica. Viene principalmente del régimen de la Revolución, que como sabemos descansa en un cuento populista de redención, donde la política es una forma de compensación social, y donde se escala al poder para hacerse rico e importante, para desagraviarse de una supuesta opresión decimonónica. Por eso nuestros políticos no se ven como servidores públicos, sino como Prometeos.

Esto perduró, como escribí en otro artículo, porque “el régimen de la Revolución colocó en el poder –ya sea como mecanismo de cooptación, por expansión del aparato estatal, o para satisfacer sueños de justicia social– a cualquiera, literalmente cualquiera, que rindiera su voluntad, en su gran mayoría hombres ajenos al arte del buen gobierno. A partir de entonces, no se requirió una educación previa para ser hombre de Estado sino que, una vez ocupado un cargo público, se era élite por añadidura.” Por eso nuestros políticos no tienen que demostrar nada a priori. No llegan por mérito sino por asignación.

La práctica continúa. Los Duartes y Moreiras trepan a la política –suena pueril y hasta lástima da– para formar parte de una élite fingida (donde se instalan por generaciones), pues carecieron de aquello que verdaderamente hace a la élite sensible: instrucción. Pero esta carencia es en cierto sentido nuestra displicencia. No sólo no les exigimos credenciales, sino que no existe en México un esfuerzo organizado para promover el desarrollo de los talentos políticos, ni a nivel familiar, ni escolar, ni cultural. Nuestros políticos no están educados para gobernar.

No sé si este nuevo escándalo sea la llamada de atención definitiva. Lo dudo. Hace 65 años otro veracruzano, cachorro de la Revolución, dejaba la Presidencia. Y ésta es la canción que –recuerda Enrique Krauze– le cantaban al concluir su despótica gestión.

Alí Babá con sus cuarenta ratas
ha dejado a este pueblo en alpargatas
pero el sultán se siente muy feliz
gastando sus millones en París.
si un nuevo sol en las alturas brilla,
¡maldito sea el sultán y su pandilla!

Era Miguel Alemán. Sus nietos aún disfrutan el desfalco. La educación de nuestros políticos, naturalmente, sigue siendo la misma.

*Este artículo se publicó el 27 de enero del 2017 en Animal Político: Liga