04.05.17

Brexit: recuerdo del porvenir

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La semilla que produjo el Brexit ya había germinado en los años sesenta.

Un pasaje en la novela Travesuras de la niña mala, de Vargas Llosa, arroja luz –como a menudo lo hace la literatura, por encima del periodismo light y la comunicación apresurada– sobre el Brexit: que la salida no fue tanto una reacción inédita al reciente proyecto europeo, impulsada por una epidemia neopopulista internacional, sino la última materialización de una vieja emoción.

El narrador se encuentra en Londres a mediados de los años sesenta:

“Una mañana… abrí y me encontré con media docena de muchachos rapados al coco, que llevaban botas comando, pantalones cortos y casacas de cuero de corte militar, algunos de ellos con cruces y medallas guerreras en el pecho. Me preguntaron por el pub Swag and Tails, que estaba a la vuelta de la esquina. Fueron los primeros skin heads que vi. Desde entonces, esas pandillas aparecían de cuando en cuando por el barrio, a veces armados de garrotes, y los benignos hippies que habían extendido en las veredas sus mantas para vender sus chucherías artesanales tenían que salir volando, algunos con sus criaturas en los brazos, porque los skin heads les profesaban un odio cerril. No era sólo un odio a su modo de vida sino también clasista, porque esos matones, jugando a los SS, procedían de sectores obreros y marginales y encarnaban su propio tipo de rebelión. Se convirtieron en las fuerzas de choque de un partido minúsculo, el National Front, racista, que pedía la expulsión de los negros de Inglaterra. Su ídolo era Enoch Powell, un parlamentario conservador que, en un discurso que causó revuelo, había profetizado de manera apocalíptica que ‘correrían ríos de sangre en Gran Bretaña’ si no se atajaba la migración.”

El Brexit no es, como muchos creen, insignia de un supuesto movimiento global neopopulista de signo contagioso.

Anclada en el antiquísimo y fundacional sentimiento insular ingles, la semilla que produjo el Brexit ya había germinado en los sesenta como una reacción al cosmopolitismo hippie de la posguerra, algunos de cuyos máximos valores fueron precisamente el multiculturalismo y la migración. Por supuesto, los skin heads a los que alude Vargas Llosa son una expresión extrema de ello, pero también una indicación de las predisposiciones nacionalistas y racistas que habitaban en la isla desde mucho antes. El progresismo de los sesenta, liberal y democrático (aunque en ocasiones anticapitalista), fue recibido desde el inicio con animadversión. ¿Qué rechazaban? La incertidumbre que supone la libertad: otras razas, otras culturas, otras ideas. ¿Cuál es su contraparte? La tradición segura: Dios, tierra y rey, como dice el lema conservador de los tories.

Bueno, pues resulta que los jóvenes reaccionarios de aquella ola son exactamente los viejos que hoy votaron por la desintegración. El Brexit no es, como muchos creen, insignia de un supuesto movimiento global neopopulista de signo contagioso, sino el berrinche local de una generación frustrada, cuyos demonios ya se habían revelado (y rebelado) antes, aunque esta vez con consecuencias más serias. No se trata ni de una crisis internacional de la democracia liberal, como se teme impulsivamente, ni mucho menos del fin del capitalismo o la globalización. Existen símiles con el disparate trumpista y demás dislates, sí, pero como exposiciones demagógicas nacionales, no como frentes de una corriente ideológica que pretenda –o pueda– replicarse en todo el mundo. Por eso la derecha fracasó en Austria y en Holanda y muy posiblemente lo haga en Francia y Alemania.

Con esa referencia, podemos deducir lo siguiente: 1. Que, aunque retrógrado, el Brexit fue catártico en cierto sentido, pues canalizó (momentáneamente) una energía reprimida de tiempo atrás, y acaso evitó, o al menos postergó, que corrieran esos “ríos de sangre” que vaticinaba Powell; 2. Que esta demagogia inglesa no es el inicio de un efecto dominó que, como el comunismo soviético, amenace seriamente a la libertad mundial, aunque tenga consecuencias indudablemente serias que al menos conminen a la Unión Europea; 3. Que lamentablemente y para terminar, no es una expresión pasajera; que cuando muera esta generación de viejos reaccionarios, no lo hará también el sentimiento insular inglés, tan recurrente en los siglos, como lo desvela –otra vez– la literatura, en Stevenson, Defoe, Conan Doyle, Kipling, etc; con toda seguridad, en algún momento, de una forma u otra, se volverá a expresar.