17.07.17

Bartlett en Jerusalén

Foto: Terceravia.mx
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Bartlett es el emblema del antiguo régimen, que en el 2018 pretende regresar disfrazado.

Bartlett es el Eichmann mexicano. No por la magnitud de sus atribuidas fechorías, sino por la banalidad –como lo expuso Hannah Arendt– de su sumisión. Es el burócrata insensible por antonomasia, incapaz de tomar decisiones pro bono que contravengan las órdenes de un régimen despótico, un centinela mediocre. Así es como se gesta el mal; no ostenta una cara diabólica y previsible, sino frívola. La ligereza de Bartlett se manifestó hace 19 años y lo vuelve a hacer hoy.

Pero (en la lógica de semejantes hombres) quizá sea peor, porque Eichmann al menos fue fiel a sus convicciones –y al régimen que las profirió– hasta el fin. No desistió aun en juicio: su medida de éxito residía en la congruencia. Siervo, pero del mismo amo. Incluso en la derrota.

El principal ejecutor del fraude no sólo fue eximido, sino invitado al próximo festín.

Bartlett, además de banal, es cínico. En la decadencia, se niega a sí mismo. Cambia de señor. Más ligero que el viento, da vueltas en las esquinas. Se vende al mejor postor. Se inmola para escapar del juicio histórico al tiempo que rinde pleitesía al próximo hegemón, el populismo fascistoide de Morena. Pero es víctima de su propia trampa: al aceptar el fraude del 88, se inculpa solo, pues nadie más que él operaba el “sistema.” Y al retractarse, como hizo a la postre, sólo reafirma su posición original: la ignominia del robo. Un cul-de-sac.

Pero al igual que Eichmann, Bartlett es un destello. Desvela que nuestra clase política –en el poder o en la oposición– sigue siendo un elenco de gesticuladores. En eso no ha cambiado nada. Los que hoy arropan a Bartlett a cambio de su confesión, son esos defraudados. Lo perdonan porque su admisión los legitima. Pero en el fondo, se vuelven cómplices, porque, por un lado, lo aceptan en sus filas (Bartlett es senador del PT, aliado de Morena); y por otro, no pretenden reformar al sistema que los defraudó, sino utilizarlo para llegar al poder, y, una vez ahí, perpetuarse a modo. La virtud –lo verdaderamente revolucionario– estaría en juzgar a Eichmann, no en utilizarlo para heredar el mismo régimen.

Tras el telón, yace la moral religiosa, tan peligrosa para la política. El líder de Morena perdona al Judas con un decreto discrecional y subrepticio, sin intermediarios, leyes o instituciones. Su justicia es subjetiva, no descansa en preceptos universales, esquiva la imparcialidad. El redentor es autoproclamado. Quizá por eso su afinidad con Benito Juárez, insignia de un liberalismo viciado cuya máxima es que “para los amigos, justicia y gracia, mientras que para los enemigos, justicia a secas.” Mediante una confesión, Bartlett se hizo de gracia. Ya es de los nuestros. A goodfella, diría la mafia neoyorquina. Y ahí está la pena: se desaprovechó una oportunidad histórica para establecer una auténtica comisión de la verdad, juzgar a los malhechores e inaugurar la justicia institucional retroactiva, cuyo ojo estaría puesto en no pocos infames. En su lugar, el principal ejecutor del fraude no sólo fue eximido, sino invitado al próximo festín. Ése es el rostro del aspirante al trono. No es fortuito que sus prácticas sean las mismas que las del régimen que lo defraudó. Una tautología.

*Este artículo se publicó el 14 de julio del 2017 en Animal Político: Liga