03.07.17

Bannon en el corazón

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Bannon hace ver a Leni Riefenstahl –la cinematógrafa de Hitler– como una adolescente inocente jugando con una 35 mm.

Casi nueve de diez electores republicanos aprueban a Trump, técnicamente los mismos que al iniciar su mandato (Gallup). El insigne caos del hombre naranja –la trama rusa, el Comey affaire, los disparatados decretos presidenciales, la comunicación estrepitosa, las bombas absurdas– no han minado en lo más mínimo su voto duro, acaso al contrario: han impedido, a ojos de los corredores del poder en Washington, que se inicie una moción de destitución (el famoso impeachment) para el cual se requiere una mayoría simple en la Cámara de Representantes, hoy controlada por el partido conservador.

La razón es muy sencilla: parece que los manotazos demenciales de Trump no sólo siguen resonando entre sus votantes, sino que confirman fehacientemente sus promesas de campaña. Tal es el caso de los decretos –exitosos o no– para restringir la migración musulmana o revertir la reforma en salud (Obamacare), así como las intenciones de negociar el TLC, detonar bombas en Siria y Afganistán, o construir el muro. Sin una disminución sustancial en el apoyo de los electores, los congresistas republicanos no sólo no se distanciarán del presidente, encima lo asistirán en su ignominia, sobre todo a un año de las elecciones intermedias, en donde buscan reelegirse.

Bannon había sido, junto con Roger Stone, el ideólogo principal de la campaña de Trump; el que realmente entendió el descontento generacional del Middle America.

Detrás de este cálculo electorero de gobernar para la base a partir de decretos estridentes –y así asegurar al legislativo–, está un personaje que todos habían dado por muerto: el apocalíptico y shakespeareanamente siniestro Stephen Bannon, Estratega en Jefe de la Casa Blanca (no confundir con Secretario de la Presidencia, Chief of Staff, que es Reince Priebus). Pasó al olvido porque Trump lo destituyó del Consejo de Seguridad Nacional tras dos meses en el cargo, una silla que le había ganado el apelativo de “la mano que mece la cuna”. Narcisista y pueril como es, Trump no soportó la sospecha: cómo iba a ser un títere. Así que relegó a Bannon –ante las cámaras, para que no hubiera duda– a su puesto original, uno igual de cercano pero menos vistoso.

Pero los que saben no se fueron con la finta. Bannon había sido, junto con Roger Stone, el ideólogo principal de la campaña de Trump; el que realmente entendió el descontento generacional del Middle America, esa masa rural de Estados Unidos compuesta por hombres blancos, viejos y religiosos que se sentían –pobrecitos– desplazados en su propio país, olvidados por la urbanización liberal y cosmopolita. Nadie en el mundo –ciertamente nadie en la Casa Blanca– lee mejor al simpatizante promedio de Trump que Bannon. ¿Para qué deshacerse de él? Mejor mantenerlo en la sombra. Así fue. Y hoy –probablemente con su venia– la estrategia es exitosa, al menos si de lo que se trata es de conservar el voto duro y evadir un proceso de enjuiciamiento.

El problema es que Bannon no sólo es un político oportunista de esos que, como Trump, se enmascaran para asegurar un lugar en los botes salvavidas del Titanic antes que mujeres y niños. El güey está loco. Un ideólogo que, en toda su acepción, se la cree. Ha escrito y producido 19 películas que hacen ver a Leni Riefenstahl –la cinematógrafa de Hitler, de mucho mejor calidad estética– como una adolescente inocente jugando con una 35mm. Algunas de ellas, como Border War (2006), Battle for America (2010), Fire from the Heartland (2010), The Undefeated (2011), Rickover: the Birth of Nuclear Power (2014) y Torchbearer (2016) desvelan una imaginación maniquea, apocalíptica y mesiánica de ésas que deberían estar reservadas a los religiosos en el margen del poder, o sea, del otro lado del muro secular que simbólicamente construyeron los Thomas: Paine y Jefferson.

A ese insólito mundo lo nutre una buena dosis de evangelismo, racismo, homofobia, libertarismo, xenofobia y misoginia –qué podríamos esperar–; una realidad paranoide cuyo elemento más aterrador son las soluciones aventuradas, algunas de las cuales quedan expuestas en sus irrisorios documentales; otras más, en sus exiguas apariciones públicas (recordemos que es un personaje oculto), ventanas próximas a su locura, al tiempo que invitaciones a escondernos en bunkers nucleares. Está convencido, así lo dijo en una extraña charla que ofreció en 2014 al Instituto por la Dignidad Humana, un grupo católico ultraconservador con sede en Roma, que la civilización judeocristiana, bajo el yugo del islamofascismo, vive una crisis cuyo corolario sería –de no emprender una contraofensiva global anclada en la fe, y desde luego en las armas– la extinción. Para no ir muy lejos, Bush era liberal.

Otros enemigos de este Iago son: el secularismo (la piedra angular de la república estadounidense); el Estado de bienestar; el cosmopolitismo; y, por supuesto, los mexicanos. Todas ellas amenazas a esa esferita –el gringo blanco iletrado– que en la natural evolución de los tiempos se quedó aislada; la misma que ungió a Trump y ahora lo abriga de la debacle; la única que anhela el día en que Bannon apriete un botón rojo. La locura en la Casa Blanca apresura las catarsis (y gana elecciones).

*Este artículo se publicó el 30 de junio de 2017 en Animal Político: Liga