19.10.18

Austeridad II

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Lo barato sale caro.

La austeridad, como virtud moral, tiene suficientes apologías. Es inseparable del camino espiritual según las religiones superiores. Pero como lema personal de un gobernante, si bien justificable y aun deseable, requiere una buena dosis de suspicacia: ¿a cambio de qué este ascetismo republicano? Tanto más cuanto que, pregonado a priori, puede servir de licencia para cualquier tropelía, un intercambio faustiano.

Evoco dos anécdotas. Según una leyenda, el sabio andalusí Ibn Arabi hacía su camino a Damasco por el norte de África en pleno esplendor del imperio musulmán cuando se encontró a un hombre que, valga el oxímoron, ostentaba su austeridad entre la gente. «Me he deshecho de todo», decía a la muchedumbre. No tardó demasiado el místico en advertir que aquello de la mortificación material no le impedía al hombre ser el mayor de los narcisistas. Al contrario: podía usar su frugalidad en pos de la aclamación de las masas. El aplauso multitudinario a su falsa modestia le confería poder.

 ¿A cambio de qué este ascetismo republicano?

La segunda cuenta la costumbre que tenía Fidel Velázquez, ese charro vitalicio de los obreros mexicanos, de vestir cotidianamente trajes similares para mostrar sencillez; portar siempre aquellos «célebres anteojos negros», como narrara Enrique Krauze en La presidencia imperial. Congruente con la Revolución, la sobriedad jamás le impidió ser un poderosísimo caudillo intersexenal, ni mucho menos vacilar a la hora de emplear «la consigna porfirista de pan o palo» para ejercer un dominio absoluto «al interior de su pirámide sindical» durante medio siglo. Y así hay buenos ejemplos de líderes más interesados en el poder desmedido que en las riquezas. No son ellos referentes de nadie -espero no se malentienda-, sino su ilusoria o, mejor dicho, inocua austeridad.

El alarde per se constituye dos trampas. Primero, un enorme non sequitur, un alegato cuya conclusión no se deduce de la tesis. «Seré austero, por lo tanto seré un buen gobernante», o «mi gobierno será austero, por lo tanto será bueno». Deducciones inconsecuentes. Sí, un gobierno puede ser austero… y a la vez despótico y empobrecedor y retrógrado. Y la segunda trampa, una «petición de principio», o petitio principii: un argumento cuya premisa exige asumirse como verdadera de entrada. «Soy austero, por lo tanto no soy derrochador», o «soy austero, por lo tanto soy fiscalmente responsable». Para cumplirse la conclusión, la proposición inicial debe considerarse indiscutible a favor de quien la profiere.

Aún así, la austeridad es uno de los platos de lentejas más fáciles de vender en México; un cliché ascendido a tautología nacional… imposible de resistir. Puede llegar muy lejos quien, como el hombre de la leyenda, consigue que otros glorifiquen su parquedad. ¿Pero cuántos políticos no han prometido lo mismo? ¿Cuántos no se han puesto la máscara de la humildad? Sorprende que sigamos cayendo en el engaño, cuando es obvio que la austeridad material de un hombre, sea real o no, antes no también sea de poder, no sólo no garantiza nada sino que sirve de subterfugio efectivo para lo que sea, especialmente a quienes lo rodean.

Se entiende, en ese contexto, una reciente declaración de López Obrador sobre la disyuntiva del nuevo aeropuerto internacional. «La consulta pública», dijo, «no será cara… ni que fuera el INE». He aquí cómo la austeridad sirve para justificar una política doblemente antidemocrática: legitimar consultas populares arbitrarias, sesgadas y subrepticias sin ninguna representatividad ni validez, y deslegitimar a las instituciones que organizan elecciones reales. Lo que sea, mientras sea barato. Después de todo, ha dicho el próximo Presidente, no es posible tener gobierno rico con pueblo pobre. ¿Y sí, a cambio, gobierno irrestricto con pueblo inerme? La austeridad es entonces el escudo infalible de la actual demagogia.

*Este artículo se publicó el 19 de octubre del 2018 en Reforma: Liga