15.10.14

Apoyar al Estado

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La tragedia de Iguala no fue un crimen de Estado –como lo quiere pintar el radicalismo oportunista– sino resultado de su incapacidad para administrar la violencia.

Sabemos que uno de los principales problemas del Estado mexicano es su incapacidad para ejercer la violencia legítima (Max Weber) en algunas regiones del país. Cuando el Estado languidece, escribió el filósofo inglés Thomas Hobbes hace cuatrocientos años, otros grupos intentan adueñarse de esa violencia, ya sea por simple proclividad a la dominación, como lo supuso el propio Hobbes, o para extraerle riquezas al resto de la población a manera de impuestos, como lo expuso el sociólogo estadounidense Mancur Olson.

En esa lógica, es importante entender que la tragedia de Iguala no fue un crimen de Estado –como lo quiere pintar el radicalismo oportunista– sino resultado de su incapacidad para administrar la violencia, misma que todos los protagonistas de la historia, incluyendo los normalistas, quisieran administrar si tuvieran la oportunidad. En esta ocasión las víctimas fueron los normalistas, pero el escenario pudo haber sido –y lo ha sido en varias ocasiones– al revés: ellos los agresores y otros los mártires.

En este momento no hay, como sí lo ha habido antes, un régimen autoritario represor.

Se puede acusar al Estado de corrupto, negligente, indolente, pusilánime y todo lo que uno quiera, pero no de asesino y represor, pues el problema claramente no es el Estado, sino su ausencia. En estos momentos de crisis política, es crucial esta distinción porque lo último que el país necesita es que la ciudadanía se vuelque contra el Estado: nuestro único administrador legítimo de violencia. Por el contrario, la ciudadanía tiene la responsabilidad moral de apoyarlo en contra de los grupos que se disputan el poder fuera de él, sean criminales, políticos, estudiantes, empresarios o sacerdotes.

Pero en un país como México, donde confundimos justicia legal con justicia divina, la manipulación es inminente. De hecho esa manipulación ya empezó. Los normalistas ya acudieron a la violencia como acto injustificado de justicia retributiva. Ayer incendiaron uno de los edificios principales del Palacio de Gobierno en Chilpancingo. Y son capaces de una venganza tan medieval y bárbara como la ausencia del Estado –una vez más– lo permita.

Ahora bien, apoyar al Estado no quiere decir –espero que no se malentienda– eximir a los responsables. Todo lo contrario. Quiere decir exigir justicia y castigo legal para los culpables en Iguala (y Tlatlaya), incluidos los servidores públicos que, por obra u omisión, estén involucrados; pero definitivamente no significa –por más sentimentalismo que la tragedia suscite– simpatizar con las voces radicales, pues con ello sólo estaríamos dando, ingenuamente, poder al enemigo: al administrador ilegítimo de la violencia.

El Estado mexicano es corrupto y débil, permite la impunidad y la mentira, no está delimitado por la ley y es irresponsable frente a sus ciudadanos, sí, pero en este momento histórico no hay, como sí lo ha habido antes, un régimen autoritario represor. Al revés, hay un régimen frágil y endeble. Es importante que los ciudadanos –y sobre todo los medios– eviten esa lógica antagónica, pues no sólo estarían siendo objetos de una artimaña inadvertida que tiende a justificar, bajo la ley mesopotámica del Talión, cualquier acto de barbarie, sino que estarían contribuyendo –aunque sea involuntariamente– al debilitamiento del único agente que puede protegernos: el Estado.

*Este artículo se publicó el 15 de octubre del 2014 en CNN: Liga