13.11.20

Sonrían, hombres

Fuente: Lindsay Doherty
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Los nuevos demagogos no reivindican la masculinidad.

En algún decálogo de los buenos valores, de esos que se transmiten de generación en generación, grabados en los corazones nobles, debe leerse que los hombres saben perder. A mí me lo enseñó mi madre. Digo mi madre, porque en realidad no tiene nada que ver con los hombres. Todas las personas deben saber perder. También lo decía la ajedrecista Susan Polgar: “gana con gracia, pierde con dignidad.”

Pero enfatizo lo de los hombres, porque se ha dicho que la masculinidad está en crisis, da igual de quién sea culpa. Algunos vieron en los nuevos populistas, como Trump, un posible desagravio: tuvo mano dura con las agendas más misándricas del neofeminismo, era políticamente incorrecto con las imposiciones moralinas del progresismo radical. López Obrador también parece bien sentado en su masculinidad parroquial. Bolsonaro, Erdogán, Putin, Orbán, son todos “hombres fuertes” si tradujéramos literalmente del inglés strongman, que en realidad quiere decir caudillo.

¿En qué momento se dedujo que aquellos eran buenos modelos para reivindicar la masculinidad? Los acontecimientos recientes no dejan duda: el berrinche de Trump por su derrota, los arrebatos infantiles de tres lustros de López Obrador por un supuesto e indemostrable fraude, la eterna victimización de los demagogos ante un sistema que –pobrecitos– está en su contra, no parecen ser las mejores vías. Pero no porque sean opuestas a la masculinidad tradicional, sino porque carecen de virtud. ¿Cómo podría reivindicarse algo a través del vicio?

¿En qué momento se dedujo que aquellos eran buenos modelos para reivindicar la masculinidad?

Cualquiera que sea la idea de la masculinidad, remota, presente o futura, tengo para mí que no debe tener como guía la penosa inseguridad del narciso quien, en el fondo, se sabe débil, y compensa con los manotazos de la virilidad más pedestre. Y tampoco es que la fragilidad no sea masculina, y aún menos femenina, sino que disfrazarla es propio de una pulsión vil: el miedo, indeseable en cualquier líder.

Esta semana el mundo vio el triste espectáculo de ese macho derrumbado, atrincherado en su teléfono celular como adolescente, implorando que de alguna forma se pudiera torcer ese sistema que siempre lo desfavoreció: la competencia justa. A la par, comenzaron a circular los mejores discursos de excandidatos derrotados, con toda la cursilería americana, sí, pero también con esa candidez inmejorable para ilustrar la grandeza: la generosidad de Bush Sr., la humilde resignación de Al Gore, la magnanimidad de McCain, y por supuesto la dignidad de Hillary Clinton.

Las mujeres deben estar muy contentas. Pero los hombres más. A fin de cuentas ellas prefieren a los caballeros.

*Este artículo se publicó el 13 de noviembre del 2020 en Etcétera: Liga