19.06.14

Publicidad y libertad en Internet

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Si la publicidad inteligente puede penetrar el corazón humano al grado de eliminar sus mecanismos de discernimiento, si puede estimular los anhelos, aspiraciones, deseos y apetitos conscientes e inconscientes al grado de hacer irresistible una tentación prefabricada, ¿en dónde queda el “libre albedrío”?

El vertiginoso avance de la tecnología publicitaria en Internet plantea algunas preguntas de orden filosófico –especialmente en las ramas de la ética y la moral– que debemos contestar antes de que sea demasiado tarde. Suena exagerado un horizonte fatalista en algo tan aparentemente inocuo como la publicidad, pero si evaluamos las implicaciones que las nuevas tecnologías publicitarias tienen sobre la libertad humana, la preocupación adquiere un tono real. Me explico.

Hace unos años, los gigantes de Internet –Google, Facebook, Apple, Yahoo– a través de complejos algoritmos matemáticos, desarrollaron la capacidad de identificar patrones de conducta única –es decir, comportamientos de usuarios particulares– para anunciarles bienes y servicios de manera personalizada. En ese entonces, sorprendía que, navegando por la red, uno se encontrara anuncios casi a la medida de sus preferencias. “¿Ya probaste la nueva pizza de salchicha italiana de Carmine’s Pizza?” “Ah, qué curioso” –pensabas– “¿cómo supo esta cosa que mi pizza favorita es la de salchicha italiana?” A través del historial de navegación, el lenguaje HTML5 permitía a Google, por ejemplo, saber qué tipo de hoteles, escuelas, películas, restaurantes y libros eran los predilectos de un usuario. Pero esas estimaciones estaban basadas en un historial general. Si varios usuarios usaban la misma computadora, o si uno mismo hacía búsquedas para desorientar al algoritmo, el historial se ampliaba demasiado y la publicidad se hacía imprecisa.

Las voluntades espirituales y políticas de todo un pueblo podrían manipularse.

Hoy, las empresas están llevando su ambición tecnológica al siguiente paso; de hacer predicciones probabilísticas basadas en un historial de navegación, a estudiar y clasificar las emociones de los usuarios. Así, estas empresas están capturando nuestras emociones; es decir, están aprehendiendo lo que los usuarios sienten en cada momento. Lo hacen estudiando expresiones faciales, registrando reacciones ante fotos o videos, siguiendo los movimientos del ojo, o incluso midiendo el pulso.

Mediabrix, por ejemplo, una empresa que opera en este nuevo terreno, desarrolló una tecnología llamada “selección emocional patentada” con la que estudia las emociones de los usuarios. Cuando éstos se encuentran en su momento de más “receptividad” o vulnerabilidad emocional, les presentan una publicidad dirigida. No sorprende, entonces, la reciente introducción de poderosos sensores a la tecnología de comunicación móvil: desde los lentes inteligentes de Google y el sensor de movimiento M7 en el nuevo iPhone de Apple, hasta el Kinect de Microsoft “para anuncios selectivos basados en la emoción” y las múltiples patentes de Samsung y Facebook.

Una de las tecnologías más siniestras en este ámbito es Autodesk 123D Catch, un programa de visión computarizada que permite transformar fotos en gráficos de tercera dimensión. Con esto, la nueva generación de publicistas puede extraer la cara de un usuario particular, añadirle un componente emocional personalizado, y montarla en un escenario ad hoc para ese consumidor: vacaciones en las Bahamas, manejando el nuevo Chevrolet, disfrutando una comida en un restaurante, etc. De hecho, ya hay aparadores digitales que muestran maniquíes con la cara de las personas que caminan frente a la tienda. En una etapa más avanzada de desarrollo, estas nuevas tecnologías podrán identificar el hambre, el sueño, el miedo, el amor, la angustia, pulsiones sexuales, y la paleta completa de emociones humanas, y anunciar –o se podría decir más bien seducir– con infalible e irresistible precisión.

El peligro es evidente. Si la publicidad inteligente puede penetrar el corazón humano al grado de eliminar sus mecanismos de discernimiento, si puede estimular los anhelos, aspiraciones, deseos y apetitos conscientes e inconscientes al grado de hacer irresistible una tentación prefabricada, ¿en dónde queda el “libre albedrío”? ¿Hasta dónde el hombre es realmente dueño de su decisión? ¿Un consumo así sería libre y voluntario, o inducido? Esto, en el comercio de bienes y servicios, quizá no tenga más consecuencias que la producción sistemática de consumidores narcotizados con imágenes narcisistas de su propia utopía –hombres estimulados hasta la estupefacción. Pero concediendo eso, imagínense qué pasaría en el terreno de la política o la religión. Las voluntades espirituales y políticas de todo un pueblo podrían manipularse. Más que Orwelliano, suena Huxleyano, o una combinación de los dos, pero ahí donde la ficción abandona la fantasía e incurre en la realidad, hay que preguntarse si no estaremos arriesgando lo más sagrado: la libertad.

*Este artículo se publicó el 13 de junio del 2014 en Animal Político: Liga