23.06.14

¿Por qué no conviene censurar al «puto»?

Compartir:
Tamaño de texto

Censurar el grito de «puto» en el estadio es una terrible idea porque enfatizaría la carga negativa de la palabra y la protegería contra el poder transformador del tiempo.

 Jorge Luis Borges decía que las palabras cambian de significado a través del tiempo. Por ejemplo, el adjetivo “bizarro”, en su acepción formal, quiere decir valiente, gallardo o generoso; pero gracias a la influencia del francés y del inglés, hoy se usa como raro, extraño o anómalo. Hoy nadie, ni el más conservador de los lingüistas, usaría esta palabra aludiendo a su significado oficial pues nadie le entendería.

Lo mismo pasa con las groserías. La palabra “güey” por ejemplo, no quiere decir lo mismo, ni se usa con los mismos fines hoy, que hace 40 años. Según la Academia Mexicana de la Lengua, «güey» es un adjetivo mexicano, deformado de buey, que HACE MUCHO significaba tonto o imprudente, pero hoy tiene un sinnúmero de significados –a veces contradictorios– dentro de los que caben términos positivos como: amigo, camarada, cuate, hermano, novio, etc.

La solución no es prohibir la palabra, sino aclimatarnos a ella.

Es posible que la palabra «güey» haya dado un giro gradual de connotación –de negativa a positiva– porque su uso se volvió tan común y cotidiano que, por razones prácticas, se dejó de censurar. El «güey» se usó tanto –en las escuelas, literatura, medios de comunicación, en público, en privado, en el trabajo– que la sociedad prefirió ahorrarse la molestia moralista de andar regañando 69 veces al día a los ofensores. Es más: la integró a su léxico. Hoy todos dicen «güey» y nadie tiene ningún problema con ello.

Ahora bien. Aunque la palabra «puto» tiene muchas acepciones –incluyendo una positiva: cuando se usa para ponderar– es innegable que su carga es esencialmente sexual. Es por eso, me parece, que los moralistas han salido a regañar a la afición. Si, por ejemplo, la palabra que se usase para ‘discriminar’ al portero fuera “burro”, los defensores de animales o de la libre orientación mental probablemente no harían un escándalo.

En cualquier caso, es difícil defender el alarido de «puto» per se. Se use como se use, no tiene ninguna función generosa. Pero esa no es la cuestión. La discusión, creo, es si se debe prohibir. Es como el aborto (con sus debidas proporciones): nadie realmente está a favor del aborto, la pregunta es si se debe penalizar o no. Y en el caso de «puto», como del aborto, mi postura es que no. Me explico.

Censurar al «puto» es una terrible idea porque enfatizaría la carga negativa de la palabra y la protegería contra el poder transformador del tiempo. Si prohibimos el «puto» en el estadio, desaprovecharíamos un contexto ideal para extenuar, de manera multitudinaria y pacífica, su carga negativa, y la empoderaríamos para siempre como terrible agresión. Y eso es precisamente lo que quieren los moralistas conservadores: que la palabra permanezca inmaculada y sólo se pueda usar para lo que, según ellos, se inventó: discriminar.

Hoy, en el contexto del estadio, el «puto» lo gritan mujeres, niños, niñas y homosexuales sin ninguna intención malévola, ni ostensiblemente humillante. Así, el «puto», dejado en libertad, se puede convertir en una actuación exclusiva del estadio y adquirir una función lúdica. Y creo que es justamente en ese contexto del estadio –donde el «puto» ya es más pícaro que discriminatorio– que la palabra podría dejar de asustar y, como el “güey”, perder su tono ofensivo.

La solución no es prohibir al «puto», sino aclimatarnos a él, darle como al «güey» la bienvenida, y con ello, su significado se volverá inofensivo. Reitero, no defiendo el grito, pero ya que existe, estoy en contra de su satanización– una inocente censura con efectos adversos. Cualquier neófito de la comunicación lo sabe.

Nota: Esto es, por supuesto, en el caso de que el «puto» se quisiera censurar en México. En la Copa del Mundo, por el momento, lo más prudente es obedecer. No sin señalar la hipocresía moralista que aqueja a los juristas santurrones de la FIFA, que sancionan un grito inocuo, pero permiten que Qatar –un país donde la homosexualidad es ilegal– sea sede de un mundial.