11.12.18

Meyer ayer y hoy

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Repaso de una entrevista con Lorenzo Meyer.

Hoy recuerdo una entrevista que el doctor Lorenzo Meyer me concedió alrededor del 2005 siendo yo aún estudiante de periodismo, acaso la primera que le hice a un personaje de alto perfil. Lo consulté sobre dos asuntos: el escándalo político y la élite intelectual. Me dijo –recuento de memoria– que en México el escándalo tenía una función catártica de clase: permitía al pueblo «bajar a la clase política a su nivel.” Vulgarizaba a explotadores para regocijo de explotados, una suerte de desagravio. A falta de justicia, el escándalo a menudo era el único castigo; si bien una ilusión –pues no sustituía a los castigos institucionales–, podía canalizar positivamente el descontento colectivo, al tiempo que fijar ciertos límites. Los escándalos de Peña Nieto, por ejemplo, tuvieron ese efecto.

Sobre la élite intelectual mexicana me dijo que su gran problema fue haber sido creada por el Estado, cuando en los países modernos había sido al revés: ella había creado al Estado. Me puso el ejemplo de los pensadores y revolucionarios liberales estadounidenses –los “founding fathers”–, ilustrados que forjaron un proyecto a partir de ideas. Aquí al contrario: el Estado multisecular –siempre en manos de hombres fuertes, no propiamente ilustrados– había delimitado a la élite a través de diferentes premios y castigos, lo que la había vuelto obtusa, oportunista y acomodaticia.

Cuán fuerte resuenan aquellas ideas hoy. Tanto más cuanto que el doctor Meyer es uno de los principales apologistas de un régimen que parece jugar en contra de ambas. Éste ha devaluado el escándalo a tal grado –cada día ocurre un episodio igual o más estridente que el anterior–, que lo ha vuelto prácticamente estéril. Si antes el escándalo podía prestarle al pueblo cierta facultad de escrutinio, ahora es al revés: abriga al poder. El flujo perpetuo de mentiras y sofismas, el acaparamiento de los medios, la presencia ubicua del presidente y sus centinelas en los reflectores hacen al escándalo efímero. De ahí que semejante desvalorización sea promovida desde la nueva clase política, que por supuesto no se presenta como tal, sino como pueblo, lo que le ha permitido robarle al verdadero pueblo uno de sus últimos instrumentos de justicia simbólica – el escándalo.

Cuán fuerte resuenan aquellas ideas hoy. Tanto más cuanto que el doctor Meyer es uno de los principales apologistas de un régimen que parece jugar en contra de ambas.

La segunda contradicción es obvia. El doctor Meyer es ya un intelectual del régimen. No es uno de sus creadores ilustrados, sino su beneficiario y publirrelacionista. Y como tal, cumple exactamente el mismo papel que los intelectuales históricos del statu quo en el intercambio corporativista de apoyos por prebendas. Y la relación es igual de asimétrica, porque quien lleva al Estado hoy es, otra vez, el hombre fuerte, el caudillo, y cualquier intento de dotar al régimen de virtudes intelectuales e ideas, pasa inevitablemente por él en la medida que abone a su poder. En este sentido, los intelectuales oficiales no guían al nuevo régimen sino se supeditan a él. Por eso sus enternecedores intentos de disenso son habitualmente ignorados –como cuando se opusieron a las alianzas con la ultraderecha pentecostal, o a la Guardia Nacional–, lo que los orilla tarde o temprano a resignarse y aplaudir.

Uno bien podría concluir que esa posición ha llevado al doctor Meyer –como a sus homólogos– a lugares insospechados, indignos de la intelectualidad seria, desde el trapecio y la fantasía, hasta el privilegio familiar; desde opinar que Salinas de Gortari podría mandar matar al ungido del pueblo, y equiparar la apertura pública de Los Pinos con la toma de la Bastilla, hasta ver a su hijo convertido en ministro de Estado. Claro que él y demás intelectuales oficiales pueden desertar y recuperar su autonomía de pensamiento, lo cual provocaría –para aprovechar lo dicho antes– un digno escándalo. Pero en un país donde la élite intelectual, como él mismo la definió hace unos años, es obtusa, oportunista y acomodaticia, se antoja difícil. Qué ironía que un historiador haya vaticinado su propio futuro.

 

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