12.09.20

Los regímenes que acaban mal no escriben sus propias memorias.

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A medida que la realidad se impone, la demagogia se intensifica.

Nadie sabe exactamente cómo acabará un régimen perverso. Quiero decir, qué tan mal. Muchos le hemos atinado al devenir general del obradorista: sabíamos que iba a ser un desastre, pero no en cuánto tiempo ni en qué magnitud. Yo, por ejemplo, auguraba lo que estamos viendo hasta la segunda década. Jamás en el año dos. Y vaya que hay infinidad de desenlaces posibles: desde una docena trágica, conocida y manejable, hasta una desgracia.  

Pero quienes menos saben son los propios hombres del régimen, particularmente el líder. En buena medida porque el futuro es impredecible, lo más obvio. Pero, sobre todo, porque la demagogia requiere buenas dosis de improvisación mendaz a medida que la realidad apremia. Lo decía bien Orwell: estos regímenes “establecen dogmas indiscutibles, pero los tienen que alterar día a día. Necesitan los dogmas, porque necesitan la obediencia absoluta de sus súbditos, pero no pueden evitar los cambios, que son dictados por las necesidades de la política del poder.” De ahí las cotidianas maromas y contorsiones que exige el circo: de la desmilitarización a la militarización extrema, del progresismo urbano al machismo parroquial, de la apología de los derechos humanos a su desprecio, de la imaginada Andalucía de las artes y las ciencias, al abandono cultural.

Esa incógnita, mezclada con el narcisismo del líder, produce por fuerza un deterioro creciente. Nadie lo retrata mejor que Shakespeare, cuyos tiranos siempre se descomponen por dentro. La máxima es que a medida que la realidad se impone, la demagogia se intensifica. En pocas palabras, la voluntad del narciso requiere catarsis. Si la realidad no cede, sólo queda deformarla.

En el caso obradorista habría que añadir el bajo coeficiente intelectual de sus centinelas. De bote pronto uno puede agradecer que no sean rusos o alemanes, sino las sobras del nacionalismo revolucionario con menor materia gris. Las pulsiones jacobinas y el resentimiento son los mismos, pero es gente hilarantemente torpe. Por fortuna, diría uno, ni siquiera pueden hacer bien un Plan Nacional de Desarrollo. No obstante, pensándolo bien, ello aumenta el nivel de incertidumbre, porque como decía Cipolla, son más peligrosos los pendejos que los malvados. Y aquí hay que sumar los dos.

Lo que sí es previsible, a juzgar por la historia, es que los regímenes que acaban mal no escriben sus propias memorias. Lo hacen los disidentes vencedores. Este régimen no lo sabe, pero entre más se le escape su propio destino, más cruel será la posteridad. Preparemos la pluma.

*Este artículo se publicó el 12 de septiembre del 2020 en Etcétera: Liga