26.09.13

La reformas y la comunicación política

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En el ambiente reformista que hoy vive México, la comunicación política se ha desvirtuado de dos maneras que son peligrosas para el juego democrático y la sociedad en general.

 Por un lado, la desinformación que circula en diversos medios y universidades públicas contra las reformas propuestas por el presidente es francamente impúdica; abundan mentiras cuya intención es provocar división en vez de contribuir al proceso de construcción política.

Lo más penoso de esta insidiosa campaña golpista es que se propaga con ayuda de la ciudadanía misma, sobre todo a través de las redes sociales y el rumor.

Me he encontrado narrativas tan lunáticas como que Carlos Salinas –el mitológico, no el histórico– está detrás de la venta de Pemex al imperio yankee; o que el IVA a la compraventa de vivienda es un mecanismo de limpieza étnica articulado por la burguesía mexicana para evitar que la clase media se ensanche.

Este tipo de narrativas son especialmente peligrosas porque, además de transmitir miedo e invitarnos a la indolencia y la ineptitud, nos hacen carne de cañón de grupos que manipulan a la opinión pública con fines políticos o ideológicos.

El esfuerzo reformista es un riesgo necesario.

Como escribí en una ocasión, “la oposición a las reformas no es, sobra decirlo, el problema. Todo lo contrario. Grave sería la ausencia de oposición: inequívoca señal de que nuestra democracia habría sido usurpada. No. El problema es que esa oposición no se manifiesta a través de una disyuntiva inteligente, fresca, orgánica, vigente.” Es penoso, me parece, que la oposición recurra a la mentira para criticar reformas que de entrada, con buenos argumentos, son fácilmente criticables y mejorables.

¿De qué sirven, entonces, locas teorías de conspiración o supuestos apocalípticos?

Del otro lado están aquellos que, ingenuamente, creen que las reformas propuestas por el presidente, una vez hechas ley, resolverán dos siglos de subdesarrollo. Gran parte de la culpa es del presidente y su gobierno pues, independientemente de la calidad que tengan o no sus propuestas, la comunicación oficial ha sido simplona, frecuentemente esquemática y peligrosamente optimista. Los que se han ido con la finta creen que los cambios surtirán efecto por sí solos, sin ningún esfuerzo póstumo.

Uno de los problemas con esta ilusión es, de nuevo, la invitación a la parsimonia. Por un lado, porque aceptar las reformas sin crítica no sólo promueve la complacencia y la desidia, sino que nos limita a una uniformidad de ideas poco constructiva. Y por otro, porque si delegamos la efectividad de las reformas a un futuro mágico y promisorio, corremos el riesgo de abandonar, hoy y mañana, las responsabilidades cotidianas que la democracia nos demanda.

El segundo problema es que si el optimismo por las reformas crece demasiado, y éstas no resuelven nada –lo cual es una posibilidad–, la desilusión con la democracia puede ser fatal. Ahí es cuando fantasmas ideológicos del pasado pueden asomarse para seducirnos hacia causas perdidas. De ser así, a ver cuándo México, un país naturalmente conservador y temeroso del progreso, se vuelve a arriesgar.

El esfuerzo reformista, sin embargo, me parece un riesgo necesario. Nos pueden gustar o no las reformas del presidente, podemos estar de acuerdo o no, pero es indudable que su espíritu es más o menos liberal y progresista. Es innegable también –los países modernos concuerdan– que son necesarias. El arte está en mejorarlas, no en resistirlas obstinadamente por un lado, o aceptarlas ciegamente por el otro.

Evitemos caer, entonces, en las trampas maniqueístas de la comunicación política –de un lado y del otro– y aprendamos a discernir. Sólo una ciudadanía consciente e informada puede cambiar su destino.

*Este artículo se publicó en El Financiero, el 26 de septiembre del 2013: Liga