23.09.16

El escándalo y la locura

Compartir:
Tamaño de texto

Donald Trump ha devaluado el escándalo peligrosamente.

El escándalo político en Estados Unidos cumplía una función importante en el juego democrático y la formación de la opinión pública: como frontera de lo prohibido según determinada moral pública, alentaba el escrutinio… o sea, ejercía presión real sobre los hombres de poder. Así, promovió la revisión puntual de dudosas biografías: Truman, los Kennedy, J. Edgar Hoover, Nixon, Clinton, Bush, el General Petraeus, etcétera.

Cierto que el escándalo es, por definición, frívolo, pues sirve de catarsis masiva: brinda al pueblo la complaciente pero efímera oportunidad de examinar a las élites – bajarlas a su nivel. Y justamente por la ilusión de justicia que provoca, a menudo eclipsa las cuestiones más importantes de la vida pública, al tiempo que invita a la descarga emotiva más que reflexiva, y confunde lo personal con lo público. Pero, hasta hace muy poco, mantenía esa virtud: era fuente –o al menos reflejo– de verdades que ayudaban a los votantes a tomar decisiones, sobre todo cuando iba acompañado de una maquinaria periodística seria. Ya no.

El mercado está saturado de escándalos a tal grado que se han vuelto… baratos.

Animado por las redes sociales, el neopopulismo que azota Estados Unidos ha vaciado al escándalo de sustancia y duración y lo ha vuelto moneda de todos los días, devaluándolo a un grado de inocuidad total. En términos económicos, podríamos decir que hay una “sobre-oferta” de escándalo. El mercado está saturado de escándalos a tal grado que se han vuelto… baratos. Por eso, alguna vez dijo Trump, despreocupado, que “literalmente” podría dispararle a alguien en la Quinta Avenida y la gente aún votaría por él.

Es un juego perverso pero muy efectivo. Se trata de borrar los confines de lo escandaloso: aquello que Trump llama “lo políticamente correcto”, o sea, lo opuesto al escándalo: la templanza, la racionalidad, la mesura. Mediante un torrente perpetuo de escándalos, Trump ha logrado “suavizar” a la audiencia, insensibilizarla… hasta volver el escándalo no sólo normal y permisible sino incluso deseable. Por eso, al principio, los escándalos que desataba –provenientes de disparates, propuestas absurdas y huellas siniestras de su vida– eran sorpresivos y alarmantes; un año después de campaña son mero procedimiento idiosincrático.

Ahora Trump tiene todo que ganar. Dado que devaluó el escándalo hasta lo ordinario, todos sus actos no escandalosos son… pues… extraordinarios, y aplaudidos como tal. Así, mínimos destellos de moderación y racionalidad son elogiados al máximo como señales de un esplendor escondido que se descubre poco a poco… y así Trump gana votos de los todavía cuerdos, quienes en ese momento pierden involuntariamente la razón. En pocas palabras, Trump ha volteado el juego de cabeza. Los códigos tradicionales de lo válido y lo prohibido, de lo escandaloso y lo sensato, se han confundido: una definición ortodoxa de la locura.

 

*Este artículo se publicó el 23 de septiembre del 2016 en Animal Político: Liga