06.04.15

Agua pasada no mueve molinos

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El desgaste simbólico del Presidente prestará combustible a los reaccionarios. A medida que se acerque el 2018, la oferta de una regresión antireformista será más atractiva.

Ante lo que parece una irrefrenable caída en la popularidad del Presidente, acaso se empieza a gestar un dilema de difícil solución en su alma: si aferrarse a sus reformas o si inventar una nueva narrativa.

Los demonios del mandatario –voces vanidosas, conducidas por la nostalgia y el orgullo– le dirán que las reformas son su último baluarte; que la mejor opción es echárselas al cuello como ornamentos de gloria, so pena de que se desgasten y desprestigien junto con él. Como “la transición democrática” para Vicente Fox, las reformas estructurales son bellas estatuas de marfil para el Mefistófeles de Peña Nieto…las Galateas de Pigmalión.

El Presidente tiene que pensar: “agua pasada no mueve molinos.”

Y si ésa es la elección, se entendería: se trata de la apuesta más segura, aunque no precisamente la mejor. Las reformas –celebradas a la par en el mundo entero– fueron aprobadas por una fuerza tripartita sin precedentes en la historia de México. A más de uno –y aquí me incluyo– sorprendió la destreza del Presidente para formar una alianza constituyente que avanzara ipso facto algunos de los cambios más urgentes del país. Los mexicanos de mi generación (1984), tempranos testigos de la caída turbulenta del régimen revolucionario, seguida de doce años de panismo inmóvil, vimos con sorpresa y entusiasmo –que no sin crítica– el liderazgo del Presidente, su sagaz determinación.

Suponer, sin embargo, que se pisaba tierra firme fue ingenuo y olvidadizo… y vino la inevitable decepción: un mal manejo de la crisis de Iguala, varios escándalos de corrupción, y las estampas faranduleras del Presidente y su familia destrozaron el Mexican moment. A partir de ahí, la tónica fue la indignación y el pesimismo. Y francamente no se vislumbra la distensión. A menos que el PRI arrase en las elecciones intermedias, o que venga un milagroso y súbito despunte económico, el Presidente terminará su sexenio rodeado de escándalos, abucheos, burlas, e incluso, si la caída es muy grave, con el distanciamiento de su propio partido. He aquí la creciente tentación de vitorear las reformas con eslóganes vacíos: la imposición fastidiosa de un héroe imaginario.

Pero, contrario al mito golpista, el Presidente es un político perspicaz e intuitivo (aunque con un serio problema de comunicación) y, si no deja que la megalomanía lo inmovilice, escuchará a sus otras voces. Sus ángeles le murmurarán que las reformas no son decoraciones personales, que la mejor manera de defenderlas contra sus detractores es no vanagloriándose en ellas. Una nueva narrativa puede dar la vuelta de tuerca y la razón es muy sencilla: mientras las reformas no den frutos tangibles –y no cabe duda que lo harán, pero ¿cuándo?–, serán falsas promesas manchadas de un tinte engolado y jactancioso. Desde ahí, los enemigos aprovecharán el aforismo de la fábula del lobo –“ahí vienen las reformas… ahí vienen las reformas”– para persuadir a la opinión pública de que todo fue una ficción. El desgaste simbólico del Presidente prestará combustible a los reaccionarios. A medida que se acerque el 2018, la oferta de una regresión anti-reformista –de hecho ya propuesta por un populista insolente–, será más atractiva.

El Presidente tiene que pensar: “agua pasada no mueve molinos”… “las reformas ya se lograron –dejadlas florecer–, no manchadlas con mi nombre”. Difícil… pero ésa es la sutil diferencia entre un administrador temporal y un estadista.

Ahora bien, en caso de llegar la lucidez, ¿cuáles serían algunas narrativas alternas? Hay varias: el resarcimiento de la imagen de México en el mundo; el desarrollo de la región suroeste del país; la seguridad ambiental y el desarrollo sustentable; el reciente acercamiento a Naciones Unidas; el Sistema Nacional Anticorrupción; la participación activa de México en el escenario internacional, etcétera.

Hay otra que me parece muy novedosa y merece especial atención: promover la inmigración global a México. Sí… una suerte de melting-pot estilo Ellis Island. Pensémoslo. Si queremos elevarnos al firmamento de las naciones liberales, ¿por qué no hacernos cosmopolitas? Invitar a chinos, rusos, indios, europeos, estadunidenses, árabes y coreanos. Abrir la puerta, como Estados Unidos a finales del siglo XIX, a las naciones del mundo. Hacernos receptores de ideas, cultura, empresas, escuelas, asociaciones y desarrollo…

De hecho, hay suficiente evidencia para pensar que ya somos una opción atractiva. Si no me cree, dese una vuelta por el Instituto Nacional de Migración en la Ciudad de México y vea las enormes filas de extranjeros que anhelan vivir aquí. Según el INEGI, “la cantidad de extranjeros legalmente viviendo en México se duplicó en sólo 10 años: de casi medio millón en 2000, a casi un millón en 2010. Y algunos cálculos extraoficiales estiman que el número real es de aproximadamente 4 millones, sin calcular los que ya se naturalizaron.” Desgraciadamente, algunas leyes xenófobas y nacionalistas –por ejemplo, las contenidas en el artículo 27 sobre adquisición de tierras– impiden que México explote todo su potencial como destino de inmigración global. Pero el atractivo existe. El New York Times ha hecho varios reportajes al respecto… pongo uno a disposición del lector: México es la nueva tierra de oportunidades para migrantes.

Una propuesta así, por supuesto, tendría que embellecerse con una retórica seductora; no faltará quien, demagógicamente, use los símbolos del nacionalismo revolucionario para acusar al Presidente de “vende patrias.” En todo caso ahí, en la persuasión, estaría el desafío (para cualquier narrativa). Por lo demás, el Presidente puede estar seguro de que una causa nueva y noble no sólo esconde la posible salida a su debacle, sino que protege a las reformas –su gran legado–, de su propia infamia.